EL REALISMO
Mientras las tendencias románticas van
declinando, a mediados de siglo se impone en Europa una nueva orientación
literaria procedente de Francia: el Realismo. Triunfa esta
escuela hacia 1850, desarrollando gérmenes ya existentes en el Romanticismo y,
sobre todo, en el costumbrismo, que, como sabemos, describe la realidad
pintoresca contemporánea. El Realismo surge cuando la mirada se aparta de lo
imaginativo o de lo costumbrista, y se contemplan objetivamente personas,
acciones y ambientes contemporáneos. El gran novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850)
es quien lo hace triunfar, pues su ejemplo es seguido en todas partes; por
influjo suyo, la novela se propuso un fin moral y social. Esta finalidad del
Realismo, haciéndose casi exclusiva, condujo enseguida al Naturalismo.
Este término se especializó para designar
una escuela cuyo maestro y definidor fue el francés Émile Zola (1840-1902). Se apoya en las varias
conquistas que definen el espíritu moderno: la democracia, los métodos
experimentales (Claude Bernard) y las teorías sobre la herencia (Darwin). Y
así, Zola busca la razón de los problemas sociales en el ambiente, y la de los
individuos, en la herencia biológica. De esta manera, el Naturalismo postula
una concepción materialista y determinista de las personas, moralmente
irresponsables, pues resultan del ambiente y de la herencia. Si el escritor
realista es notario de lo que sucede, el naturalista obra como un juez de
instrucción que investiga los antecedentes y las causas. Zola profesaba una
ideología socialista; y abundan entre sus personajes los tarados, alcohólicos y
psicópatas inculpables.
EL NATURALISMO
En España, el Realismo triunfó con
facilidad (existía el precedente de las novelas picarescas y del Quijote), y
alcanzó su plenitud en la segunda mitad del siglo XIX (Valera, Pereda,
Galdós), aunque sin someterse rigurosamente a los cánones de la escuela
fijados por Balzac y otros maestros franceses.
En Galdós, y luego en “Clarín”, la Pardo
Bazán y Blasco Ibáñez hay claras resonancias naturalistas, pero sin los
fundamentos científicos y experimentales que quiso imprimir Zola a su labor.
Comparten con él, sólo, el espíritu de lucha contra la ideología tradicional y,
en algunos casos, su gesto subversivo.
La novela de todo este período, con su
Realismo o su especial Naturalismo, se centra preferentemente en ambientes
regionales; así en Valera (Andalucía), Pereda (Cantabria), la condesa de Pardo
Bazán (Galicia); “Clarín” (Asturias), Blasco Ibáñez (Valencia). Galdós, excepcional
en todo, es el único que prefiere el ambiente urbano madrileño.
COMIENZOS DEL REALISMO
Cecilia Böhl de Faber (Morgues, Suiza, 1796 - Sevilla, 1879),
que popularizaría el seudónimo de «Fernán Caballero», es autora
de abundantes narraciones breves y novelas, casi todas de costumbres,
localizadas en Cádiz y Sevilla. Quiso aclimatar en España la novela de
costumbres contemporáneas, si bien las presentó de un modo superficial y
edulcorado. Su novela principal es La Gaviota, entretenida y graciosa, cuya humilde protagonista se
casa con un médico alemán, triunfa como cantante, ama a un torero y ha de
regresar, ya fracasada, a su pueblo. Doña Cecilia logró lo que Mesonero no
pudo: pasar del costumbrismo a la novela contemporánea, es decir, no histórica.
PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN
De Guadix (Granada, 1833); abandonó sus
estudios eclesiásticos, con una actitud anticlerical y antidinástica;
evolucionó después hacia ideas católicas y conservadoras. Peleó heroicamente en
Marruecos y contó sus experiencias en el Diario de un testigo de la guerra
de África. Murió en Madrid (1891).
Alarcón destaca por sus cuentos y relatos
breves, aún románticos, y por alguna novela extensa. De sus cuentos, posee gran
atractivo El clavo, entre policíaco y sentimental. Son importantes las Historietas
nacionales, como El afrancesado o El carbonero alcalde. Pero
su relato más famoso es El sombrero de tres picos (1874), pieza maestra
de la narrativa española, que desarrolla, edulcorado, un tema tradicional: el
viejo y libertino Corregidor de Guadix, pretende a una honesta molinera,
mientras el molinero, creyéndose burlado, acude a tomar venganza en la
Corregidora. Los personajes están sobriamente tratados y el texto inspiró al
maestro Falla su célebre ballet (1919).
Escribió además tres novelas de exaltado
romanticismo, llenas de lances apasionados: El escándalo, El niño de la bola
y La pródiga. Pero tratan de asuntos contemporáneos y sostienen una
tesis moral como hacían los realistas. Es, pues, un escritor de encrucijada.
JUAN VALERA
De familia aristocrática, nació en Cabra
(Córdoba), en 1824. Desempeñó misiones diplomáticas en varios países, y ocupó
importantes cargos políticos. En 1873, casi cincuentón, inició su fulgurante
carrera de novelista. Aquejado de ceguera progresiva, murió en Madrid, en 1915,
rodeado de general respeto.
Desde muy temprano, fue hostil tanto al
Romanticismo, por sus extremos, como al Realismo, porque imponía trabas a la
fantasía. Su espíritu libre, desenfadado y elegante sustenta un ideal de
literatura bella, y realista solo en cuanto elige ambientes reales -su
Andalucía natal muchas veces- y personajes verosímiles; pero desdeña los
aspectos menos atrayentes de la realidad, tan gratos a los naturalistas y hasta
a algunos realistas.
SUS OBRAS
Escribió poesías de gusto clásico e
innumerables artículos sobre temas literarios, filosóficos y políticos, que
acreditan su cultura y su agudeza. Pero debe su fama a las novelas; la primera
de ellas fue Pepita Jiménez (1874), escrita en gran parte en forma
epistolar y con muestras de verdadero ingenio: en tal relato, una viudita se
pone de acuerdo con el padre de un seminarista para apartarlo de su falsa
vocación.
Obras maestras son Doña Luz (otra
vez los problemas de la vocación religiosa) y Juanita la Larga. La
segunda narra el idilio conmovedor y luminoso de un cincuentón, don Paco, y de
la protagonista, muchacha de vil origen, que desea redimirse de él por un
honrado matrimonio.
Valera fue liberal en política y
escéptico en religión; fustiga el fanatismo, el seudomisticismo, cualquier tipo
de tortura espiritual, para preconizar, con gesto jovial y semipagano, el
triunfo del amor y de la vida. Empleó una lengua literaria sencilla, aunque no
vulgar. Cuando muere Valera, los escritores del 98 han aparecido en la escena
literaria española y lo respetan. Hoy se le considera como el mejor prosista
del siglo XIX, aunque se reconozca la superioridad creadora de Galdós.
JOSÉ MARÍA DE PEREDA
Perteneciente a una familia hidalga, José
María de Pereda nació en Polanco (Santander), en 1833. Viajó por el extranjero
y fue diputado carlista, pero luego dedicó la vida al cultivo de sus tierras y
de la literatura. Murió en su pueblo natal, en 1906. Contó con amigos
entrañables como Galdós, tan opuesto a él ideológicamente.
Se inició en las letras como
costumbrista; inclinado al realismo, con grandes dotes de observación, bella
prosa (Escenas montañesas) y artículos de costumbres que reúne en libros
como Tipos y paisajes, Bocetos al temple. Pronto encontrará su fórmula
novelística, al insertar su anterior costumbrismo, en una visión enamorada del
paisaje y de las gentes montañesas, con sus pasiones y con su lenguaje. En sus
primeras novelas de este tipo, llamado novela idilio, suele enfrentar la
paz y la santa ignorancia de aquellos rústicos con las asechanzas políticas e
impías de la vida moderna (Don Gonzalo González de la Gonzalera y De
tal palo tal astilla). Defiende así unas tesis que muy pocos aceptarían
hoy.
La novela idilio llega a una segunda y
definitiva etapa, al abandonar Pereda la defensa explícita de ninguna tesis.
Pertenecen a esta segunda época relatos como Sotíleza (verdadera epopeya
de los pescadores cántabros), La puchera, y una obra maestra, Peñas
arriba (1895), emocionada evocación de Tudanca, de sus gentes sencillas y
de sus virtudes ancestrales, que acaban conquistando a Marcelo, un joven que
había ido de Madrid para pasar unas semanas.
Solo un gran escritor del momento,
Valera, se le mostró hostil; el localismo a ultranza del montañés, su tono
digno de hidalgo local, su seguridad moral, resultaban poco gratos a aquel
mundano y escéptico diplomático. El bucolismo contemplativo y el casticismo de
su estilo lo hacen parecer hoy anticuado. Ello no obstante, Pereda es un
extraordinario escritor, dotado de gran capacidad descriptiva y épica.
BENITO PÉREZ GALDÓS
Este genial novelista nació en Las Palmas
de Gran Canaria, en 1843. Estudió leyes en Madrid, donde conoció intensamente
la vida de la Corte. En París, descubre las novelas de Balzac, y queda
deslumbrado. Se define pronto como progresista y anticlerical, lo que no impide
que el gran polígrafo Menéndez Pelayo y Pereda, ambos de ideología bien
diferente, sean sus mejores amigos. Se declaró republicano, pero, poco a poco,
su radicalismo fue templándose. Alfonso XIII y él se dispensaron mutua simpatía
personal. Desde 1910, va perdiendo la vista; y está arruinado, por los gastos
excesivos que le origina su desarreglada vida íntima. Se pide para él el premio
Nobel, pero -el hecho escalofría- media España, y la Academia con ella, se
oponen a su concesión; de nada valió que lo defendieran altos dignatarios
eclesiásticos. Murió, ciego, en Madrid, en 1920.
Los Episodios Nacionales
La obra de Galdós es muy abundante;
comencemos su enumeración por los Episodios Nacionales, distribuidos en
cinco series, con un total de cuarenta y seis tomos. Frente a la novela
histórica y a las también románticas Historietas de Alarcón (anécdotas,
narraciones breves y fugaces), los Episodios galdosianos constituyen un
friso gigante de la historia española contemporánea, entre la guerra de la
Independencia y la Restauración, con una leve trama imaginativa que sustenta
los hechos, pero investigados por Galdós conforme a las exigencias del
Realismo.
En la primera serie (1873-1875), figuran
los episodios Trafalgar, Bailén, Zaragoza y Gerona. En casi todos
ellos, el protagonista es el joven Gabriel Araceli, que vive los momentos
culminantes de la guerra de la Independencia. De series posteriores son El
equipaje del rey José, Los cien mil hijos de San Luis, Zumalacárregui (dedicado
a la primera guerra carlista), Prim, La de los tristes destinos (sobre
Isabel II). La última serie, con hechos vividos por el propio Galdós, quedó
inacabada y es más descuidada, pero su interés es máximo.
En su primera época (1867-1878), Galdós,
escribe comprometidamente contra la intolerancia, el fanatismo y la hipocresía.
Sus novelas enfrentan a un joven técnico con el cerrado y hostil ambiente de
una pequeña ciudad. Y lo hace con una intolerancia parecida a la que condena. (Doña
Perfecta, Gloria y La familia de León Roch). En este grupo, aunque
carece de tesis, figura Marianela, idilio trágico entre un ciego y una
muchacha fea e ignorante, que huye cuando su amado recobra la vista, temerosa
de mostrarle su pobre aspecto, y muere cuando él se casa con otra mujer.
Entre 1881 y 1915, publicó Galdós
veinticuatro novelas cuyo conjunto constituye una especie de “comedia humana”
de la vida madrileña de la época. Mantienen también tesis progresistas, pero
con aristas menos cortantes. Su interés se desplaza hacia aquel censo enorme de
seres humanos, contemplados con exactitud, ternura y melancolía. Un profundo
amor a los que sufren, un tono de queja más que de protesta, confieren a estas
obras un valor excepcional. Es un “realista de almas”, un buceador incansable
en las conciencias. En este conjunto memorable, destacan las siguientes
novelas: La de Bringas (envidia y ambición en el extraño mundo de
burócratas y nobles arruinados que habitaba los altos del Palacio Real); Fortunata
y Jacinta, su obra maestra, y máxima en la literatura de todos los tiempos.
En un ambiente madrileño y castizo, Galdós presenta a estas dos inolvidables
mujeres que simbolizan, respectivamente, la pasión ardiente y el tranquilo amor
conyugal, ambas con idéntica fuerza. Miau, dramática visión de la
sufrida burocracia de la época. Torquemada en la hoguera, estudio
estremecedor de la avaricia. Misericordia, por fin la novela de la
caridad, con personajes de bajos fondos y proletariado ínfimo.
Obras
dramáticas
Acuciado por afanes de reforma y
necesidades económicas, Galdós inició, muy tarde, en 1892, su carrera de autor
dramático. Entre sus obras, destacan La loca de la casa, La de San Quintín,
Electra (cuyo estreno produjo una conmoción social) y El abuelo. Se caracteriza el
teatro de Galdós por su sinceridad e inconformismo; pero su lenguaje teatral
resulta hoy anticuado.
Estilo
de Galdós
El éxito de los Episodios, de
muchas novelas y obras dramáticas de Galdós fue absoluto. Los grandes
escritores y críticos de su tiempo proclamaron su genio. Aunque su constante
compromiso en lo religioso, en lo político y en lo social, levantó contra él
temibles adversarios. Los escritores del 98 recibieron su influjo, pero se
rebelaron contra su "ramplonería” (Valle-Inclán lo llamó "don Benito
el garbancero”), sin percibir que lo verdaderamente ramplón era la vida que
describía. Nunca ha perdido el favor del público, y lo leían con admiración
García Lorca y Aleixandre cuando estaba de moda -en el apogeo del arte puro-
menospreciarlo. El entusiasmo por Galdós ha aumentado a partir de 1939, hoy su
vigencia es total: es, tras Cervantes, nuestro primer novelista y, sin duda,
uno de los mayores novelistas del mundo.
Apogeo
de la novela en los finales del XIX
El apogeo de la novela, en la segunda
mitad del siglo XIX, se debe al éxito de los escritores ya estudiados. Pero a
él contribuye también una segunda promoción de escritores nacidos algo más
tarde, que imitan su ejemplo y se mueven dentro de las coordenadas realistas y
naturalistas. Su obra ya ha terminado, o está ya en su fase declinante, cuando
surge la generación del 98, que inaugura la etapa propiamente contemporánea de
la literatura española.
EMILIA OARDO BAZÁN
Hija única de los condes de Pardo Bazán,
nació en A Coruña, en 1851. A los diecisiete años, contrajo matrimonio y se
instaló en Madrid. Mujer muy culta, viajó mucho y se creó para ella una cátedra de Literatura en la
Universidad de Madrid. Murió en esta ciudad, en 1921.
Publicó incansablemente libros y monografías
sobre los escritores españoles y extranjeros. Entre sus estudios sobre la
actualidad literaria, destaca La cuestión palpitante: aunque en él no
acepta el materialismo naturalista, afirma su decidida actitud realista, y
disiente de quienes sostienen que el mal sólo puede aparecer en la literatura
para ser vencido.
Su pluma, gobernada por un pulso que
parece varonil, ahonda en problemas y situaciones difíciles, con una audacia no
usada hasta entonces, y alcanza su cumbre en los centenares de cuentos que publicó, como los reunidos en Cuentos
de Marineda. Y·entre sus novelas breves, género que le da lugar preeminente
en las letras españolas destacan:
Bucólica, La dama joven, Belcebú,...
Pero su talento deslumbra en novelas como
Un viaje de novios, que narra la aventura matrimonial de un hombre
maduro y una joven inculta y rica; o La tribuna, la más naturalista de sus obras, donde describe con crudeza la
vida proletaria en una fábrica de tabacos. Los pazos de Ulloa y La
madre Naturaleza forman un inolvidable conjunto novelesco, un gran friso de
costumbres, paisajes y personajes gallegos, con trama apasionada y, a veces,
violenta.
La condesa, que censuraba a Zola y a
Pereda, por la abundancia de descripciones, cayó en ese defecto. Pero resulta
insuperable en la descripción de tipos plebeyos y de señoritos semifeudales, en
un ambiente galaico perfectamente captado.
LUIS COLOMA S.I.
Este jesuita jerezano (1851-1915),
cultivó la literatura con gran éxito entre el público lector. Escribió dos
célebres novelas: Pequeñeces y Boy. En la primera, hace una
acerba crítica de la alta sociedad madrileña en los años precedentes a la
Restauración monárquica (1874) en la persona de Alfonso XII, hijo de la
destronada Isabel II; después, solo publicó narraciones de fondo histórico,
como Jeromín, sobre don Juan de Austria. Poseyó el don de la amenidad,
cualidad sobresaliente en toda empresa de literatura moral como fue la suya.
LEOPOLDO ALAS “CLARÍN”
Aunque nacido en Zamora (1852), se sintió
siempre profundamente asturiano. Estudió Derecho en Oviedo, y el doctorado en
Madrid, donde perdió la fe; vivirá, a partir de entonces, en permanente
conflicto espiritual, del que da testimonio su obra. A los veintitrés años, usó
en sus escritos el seudónimo de “Clarín”. Catedrático de la Universidad de
Oviedo (1883), profesó ideas republicanas; pero le hastió pronto la política.
En 1892, una crisis de conciencia le devuelve la fe, aunque no dentro de la
ortodoxia católica. Murió en Oviedo en 1901.
Gozó Alas de un prestigio omnímodo como
crítico literario. Sus artículos muestran un sólido conocimiento, una rectitud
de juicio -expresada a veces con hiriente sarcasmo- y un gran respeto a los
valores verdaderos. Estos artículos críticos, que le dieron una temida
autoridad en el mundo literario, fueron recogidos por el autor en volúmenes
como Solos de Clarín y Paliques.
Fue maestro del cuento y de la novela
breve; publicó más de setenta obritas de este género. Entre los primeros que
compuso, se cuenta Pipá (1879), la trágica y tierna historia de
un pillete ovetense. Admirable y célebre es también Adiós, Cordera, idilio
dramático de calidad clásica. Pero es fundamentalmente el novelista quien
interesa hoy en grado sumo. Y ello por las dos únicas novelas que escribió: La
Regenta y Su único hijo.
La primera (1885) es la más importante.
En sus páginas, realiza una disección física y moral de Vetusta (nombre
disimulado de Oviedo) como prototipo de una ciudad española, encerrada en un
tradicionalismo fósil y coactivo. Alas utilizó una técnica naturalista; pero no
pintó, como Zola, ambientes sórdidos -la acción transcurre en medios
burgueses-, y el pesimismo aparece templado por rasgos inconfundibles de
ternura e ironía. En ella se debaten unas conciencias, en pugna con su deber y
con el ambiente, dando una imagen de su ciudad que los ovetenses creyeron
intolerable. Fue inmediatamente condenada por la autoridad eclesiástica,
aunque, con el tiempo, el obispo y el novelista llegaron a trabar franca
amistad. Y hoy se considera La Regenta como una cumbre de nuestra
novela, a la altura, por ejemplo, de Fortunata y Jacinta (1885), de
Galdós.
ARMANDO PALACIO VALDÉS
También asturiano (1853-1938) y gran
amigo de "Clarín", compuso varias novelas importantes. Así, Marta
y María, las dos hermanas bíblicas trasladadas a un ambiente contemporáneo,
que combate el falso misticismo. En José describe idílicamente la vida
de unos pescadores asturianos. Riverita y Maximina constituyen
una excelente visión de la vida madrileña. Pero la más popular de sus obras es La
hermana San Sulpicio, donde narra las peripecias que anteceden al
matrimonio de un médico gallego y de la protagonista, monja sin vocación, que
no renueva sus votos. Importancia especial tiene La aldea perdida, evocación
dramática de un pueblo degradado por la explotación minera. Palacio Valdés es
un escritor templado y grato, pero le faltan la poesía recia que late en Pereda
y el vigor de su paisano "Clarín".
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Nacido en Valencia (1867), defendió ideas
republicanas radicales por las que sufrió arrestos y destierros. Fue diputado
en siete legislaturas. En 1909 marchó a Argentina para hacer fortuna, pero
fracasó. Defendió a los aliados, durante la guerra europea (1914-1918); con ese fondo, escribió la novela Los
cuatro jinetes del Apocalipsis, que
fue un éxito mundial. Hace vida de millonario cosmopolita y sus relatos son llevados
al cine en Hollywood. Muere en la Costa Azul (Mentan), en 1923. Sus restos, trasladados
a Valencia en 1933, fueron recibidos triunfalmente.
La producción novelesca de Blasco es
enorme; en ella destacan las obras ambientadas en Valencia o en su provincia,
hermosa tierra intensamente amada por el autor (Arroz y tartana, La barraca,
Entre naranjos, Cañas y barro). Desarrolló sus ideas políticas, sociales o
antirreligiosas en La catedral o La bodega; pero la obra que más
fama le dio fue, como hemos dicho, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, sobre
dramas familiares anejos a la Guerra Europea.
Sin duda, el mejor Blasco Ibáñez es el de
inspiración valenciana. Se le ha llamado el Zola español porque comparte con el
novelista galo una parecida actitud subversiva, una cierta predilección por
ambientes sórdidos, preocupación por la herencia biológica, similar crudeza en
los temas... Escribe arrebatadamente, y su estilo es a menudo basto, aunque en
él no faltan imágenes de gran fuerza plástica. Por edad, pudo haber pertenecido
al grupo del 98; pero su espíritu atropellado y mundano dista del ascetismo y
de la cultura de estos escritores. Fue una fuerza impetuosa, un ejemplo alucinante
de energía y de capacidad para el triunfo.
EL TEATRO
REALISTA
La
comedia y el drama realistas
Durante la segunda mitad del siglo XIX,
aunque se siguen representando dramas románticos, los nuevos escritores reciben
el influjo del Realismo y hasta del Naturalismo. La comedia de Bretón de los
Herreros, neoclásica y superficialmente graciosa, deja paso al teatro de López
de Ayala y de Tamayo, donde se dramatizan problemas contemporáneos.
Ambos conducen el teatro hacia la modernidad, y son precedentes claros de
Benavente. Echegaray turba esta línea de progreso en el camino del
Realismo, con su neorromanticismo gesticulante y convulso. Ayala escribió sus
obras en verso; Tamayo y Echegaray, indistintamente en verso o en prosa. El
Realismo no tuvo en el teatro, ni de lejos, la altura excelsa que alcanzó la
novela. Ni un solo dramaturgo hay comparable a lo que, en la novela, fueron
Valera, Pereda, Galdós y “Clarín”.
ABELARDO LÓPEZ DE AYALA
Nacido en Guadalcanal (Sevilla), este
dramaturgo (1828-1878), como tantos escritores de la época, participó
intensamente en política, primero moderado, y después liberal. Cuando murió en
Madrid, era presidente del Congreso.
Se observa bien en su obra la transición
del Romanticismo al Realismo. Efectivamente, sus primeros dramas desarrollan
temas históricos; así, Un hombre de Estado, sobre don Rodrigo Calderón,
en que no se limita a provocar emoción, sino a presentar enseñanzas al modo
realista. En este caso concreto, dice que los deseos deben satisfacerse sin
violencia ni alterar el sosiego.
Sus obras mejores son ya claramente
realistas; en El tanto por ciento, satiriza la excesiva afición al
dinero, y afirma la primacía del amor. El tejado de vidrio y El nuevo
don Juan defienden la institución matrimonial. Son comedias bien meditadas,
lejos de la improvisación romántica, desarrolladas en tono menor y grato. Lo
peor es su ideología, reflejo de la de una sociedad bastante vulgar, cuyo ideal
sumo era vivir tranquila. Los dramas de Ayala constituyen un eslabón sólido en
la historia de nuestro teatro; pero sumamente alejado de nosotros.
MANUEL TAMAYO Y BAUS
De familia de actores, el madrileño
Tamayo y Baus (1829-1898) fue director de la Biblioteca Nacional y, en
política, conservador. También comienza con dramas como Ángela, de apariencia romántica y fin didáctico, pues estos nuevos
autores aspiran a modificar la sociedad –objetivo, como sabemos, del Realismo-.
Escribió después un brillante y popular drama histórico en prosa, La locura de amor, sobre la pasión que a
doña Juana la Loca inspiró la muerte de su esposo don Felipe el Hermoso. Y
entra, por fin, en los temas de asunto contemporáneo y sátira social con Un drama nuevo (1867), en que un actor
mata realmente a su rival cuando estaba representando con él una escena en que
el argumento requería tal muerte. Tamayo es poco relevante cuando se preocupa de moralizar, pero es el primer dramaturgo de su
época, cuando lo guía una intención simplemente estética, como ocurre en
La locura de amor y en Un
drama nuevo.
JOSÉ DE ECHEGARAY
Nació en Madrid, en 1832. Ingeniero de
caminos, en política fue, sucesivamente, liberal, republicano y partidario de
la Restauración. Desempeñó los ministerios de Fomento y de Hacienda, y creó el
Banco de España. En 1904, recibió el premio Nobel, compartido con el poeta
provenzal Mistral. Al homenaje nacional que recibió, se opusieron los
escritores jóvenes -“Azorín”, Baroja, Unamuno, Rubén Darío, los Machado, etc.-,
firmando un vigoroso manifiesto. Murió en Madrid, en 1916.
Su mente es la de un matemático que
planea el drama como un problema de efecto. Idea siempre desde la situación
final, e inventa los precedentes que desembocan patéticamente en él. Sacude al
espectador con múltiples emociones violentas, aunque las situaciones no se
justifiquen. Muchas de sus obras tratan del honor ultrajado y de su venganza.
Entre sus personajes no faltan los seres patológicos y degenerados, conforme al
gusto naturalista. Y los diálogos requieren ser declamados a grito pelado, con
muchas exclamaciones y horribles lamentos: todo absolutamente falso. Obtuvo
enorme éxito con dramas como, A fuerza de arrastrarse, El gran galeoto, O locura
o santidad. En esta
última, por ejemplo, el protagonista, cuya fortuna se debe a un engaño que
cometió su madre; decide devolvérsela a los legítimos dueños, pero sus
herederos consiguen declararlo loco y encerrarlo en un manicomio.
Echegaray triunfó ante una sociedad
adormecida, que acudía a buscar estímulos emotivos en sus melodramas, extraña
combinación de positivismo moral y de romanticismo huracanado. No le faltaban
condiciones de dramaturgo, pero creyó más en lo gritado que en lo susurrado.
Hoy, aun leídos con la mejor buena fe, los dramas de Echegaray suelen producir
un chocante efecto cómico. Su personalidad de triunfador -literatura,
ingeniería, finanzas y política- revela, con todo, una inteligencia superior a
su obra.
El
género chico
Mientras la burguesía aplaude los falsos
dramas de Echegaray, y, en Madrid y Barcelona, asiste a la ópera, las clases
populares gozan, a fines de siglo, de un teatro que, en su conjunto, recibe el
nombre de género chico. Lo integran sainetes, normalmente breves, con
música o sin ella, que reflejan ambientes del pueblo bajo madrileño y, a veces,
andaluz. Proceden del costumbrismo y suelen presentar una sencilla anécdota de
amores y celos, con personajes pintorescos, fuerte color local y diálogo
chispeante.
En su conjunto, el género chico -son
centenares de obras, que sólo muestran una visión optimista y parcial de la
realidad- constituye lo más auténtico y valioso del teatro de fines del XIX,
heredero de los entremeses y pasos de siglos anteriores. Entre sus autores más
destacados figuran Ricardo de la Vega, autor de La verbena de la Paloma (1894),
con música de Tomás Bretón, que Ortega y Gasset calificó de genial. Miguel
Ramos Carrión, autor
con el maestro Chueca de una pieza maestra: Agua, azucarillos y aguardiente (1897).
A José López Silva y a Carlos Fernández Shaw se
debe La Revoltosa (1897), con música inspiradísima de Chapí. Y Felipe Pérez y González escribió La Gran Vía, inmortal por
la partitura de Chueca y Valverde.
El género chico se prolonga,
dentro del siglo XX, con muchos sainetes de Arniches y de los hermanos Álvarez
Quintero, que, partiendo de él, le dan mayores dimensiones y más amplio
contenido. Con todo, ningún sainetero en nuestro siglo ha logrado superar la
gracia y la lozanía de las obras citadas, con la feliz cooperación entre letra
y música.
LA POESÍA EN
LA ÉPOCA REALISTA
La
poesía posromántica
El triunfo del objetivismo en la novela,
hacia mediados del siglo, va acompañado de una evolución coincidente del teatro
y de la lírica. Es el momento de la sociedad burguesa que consolidará la
Restauración, fundada en supuestos bien poco idealistas, y que acepta la
poesía, si es fácil, como un objeto de consumo útil. Los líricos de esta época
son, por lo general, personas de gran relieve social, que cultivan las letras
como ocasión de lucimiento. El poeta escribe piropos en los abanicos de las
damas, rima pensamientos bien recibidos en sociedad, y, de vez en cuando, para
merecer alabanzas, se lanza a componer poemas extensos que re cubren una casi
completa oquedad. Se instaura así el prosaísmo poético, cuyos representantes
máximos son Campoamor y Núñez de Arce.
Sin embargo, quedan aún rescoldos del
Romanticismo, y, en medio de un clima adverso, dos seres auténticos y
desgraciados, Bécquer y Rosalía de Castro, creaban dos altas
llamaradas de lirismo, con tonalidades nuevas, espirituales e íntimas,
distantes tanto de Campoamor como de Espronceda o Zorrilla. Por supuesto, no
fueron estimados en su época.
RAMÓN DE CAMPOAMOR
Nació en Navia (Asturias), en 1817.
Empezó estudios de Medicina, que no concluyó. Perteneció al partido moderado, y
fue gobernador y diputado. Gozó de un prestigio absoluto como escritor. Murió
en Madrid (1901).
Contrasta la ramplonería de sus versos
con la coherente y sólida doctrina que expuso en su libro Poética, donde
combate por igual el "arte por el arte” postulado por Valera y el
"arte de tesis”: quiere llegar al "arte por la idea”. Y así, el poema
constará de ritmo, rima, concepto e imágenes; tendrá un argumento que se pueda
contar, si bien, tanto como él importará el modo de contarlo; de ese modo habrá
equilibrio entre fondo y forma.
Intenta realizar tales ideas en las Humoradas,
las Doloras y en los Pequeños poemas. Las humoradas son
poemillas breves, escritos para álbumes y abanicos de sus amigas, que contienen
un "pensamiento” como este:
En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira.
Las doloras acentúan la pretensión
filosófica, y poseen mayor extensión; hay en ellas, incluso, un pequeño
argumento, como ocurre con ¡Quién supiera escribir! y El gaitero de
Gijón. Por fin, en los treinta y un pequeños poemas, Campoamor
expone lindas trivialidades sobre el alma femenina (El tren expreso). Al
margen de estas, que son las poesías más celebradas de Campoamor, compuso
poemas extensos, hoy literalmente ilegibles, y dramas, como Cuerdos y locos,
que desarrolla la pedestre idea de que los locos son a veces los verdaderos
sensatos, y viceversa.
El prestigio de Campoamor fue total hasta
finales de siglo. Pero su poesía quedó arrumbada por el Modernismo, y pasó a
ser símbolo de la antipoesía, con sus vulgares pensamientos arropados en ripios
sin cuento.
GASPAR NÚÑEZ DE ARCE
Vallisoletano (1834), mantuvo una intensa
actividad política. Fue gobernador civil de Barcelona, diputado y ministro.
Murió en Madrid (1903). Escribió algunas obras de teatro, entre las que destaca
El haz de leña, sobre la muerte del príncipe don Carlos, hijo de Felipe
II, sencilla y cuidada, pero mediocre al fin.
Su personalidad se afirma especialmente
en los poemas, ambiciosos, robustos, bien cuidados de forma, aunque sin mucha
poesía. Así, La última meditación de lord Byron, largo y prolijo soliloquio, de setenta y
seis octavas, sobre las miserias del mundo, la política, la existencia de Dios,
etc. En La visión de Fray Martín, presenta a Lutero contemplando, desde
una roca, las naciones que han de seguirle, etc. Muy escaso es también el
crédito que hoy se concede a la poesía de este escritor; compuso, con todo,
algunos poemas breves que permiten atisbar excelentes cualidades
desaprovechadas por su afán de ser trascendente y retórico.
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
Este gran poeta nació en Sevilla en 1836.
Sus apellidos fueron Domínguez Bastida, pero firmó con el segundo de su padre
(procedente de Flandes), que fue un estimable pintor sevillano. Quedó pronto
huérfano, y fue recogido por parientes. Empezó a estudiar Náutica, sin embargo
se frustró su deseo, y quiso ser pintor; pero su verdadera vocación fue la de
escritor. A los dieciocho años marchó a Madrid a conquistar la gloria
literaria, y pasó increíbles penurias. Colaboró en revistas literarias, trazó
ambiciosos proyectos editoriales, y estrenó zarzuelas y comedias
intrascendentes. En 1857, contrajo la cruel enfermedad que, años después, lo
llevaría a la muerte en plena juventud. Se enamoró de Julia Espí, hija del
organista real; pero la amó en silencio. Consigue un cargo público, en el que
cesa enseguida, cuando su jefe lo descubre “perdiendo el tiempo” con dibujos y
poesías. Amó con pasión a Elisa Guillén, una “dama de rumbo” de Valladolid, que
le correspondió, pero rompieron pronto, con intenso dolor del poeta. En 1861,
se casa con Casta Esteban, y mantiene su hogar ejerciendo de periodista, con
una actitud política conservadora. Obtiene el cargo de censor de novelas,
dotado con 500 pesetas mensuales, cifra importante para la época; pero lo
pierde en la revolución de septiembre, de 1868. Y se separa de su esposa, cuya
fidelidad no es completa. Arrastra una vida bohemia y desilusionada, y viste
con absoluto desaseo. En 1870, muere su hermano Valeriano, su compañero
inseparable. Se reconcilia con Casta, pocos meses antes de su muerte (1870). El
fallecimiento del primer poeta español del siglo pasó casi inadvertido.
Bécquer
prosista
Fue Bécquer también un extraordinario
prosista. Cuando la prosa está evolucionando dentro del Realismo, hasta hacerse
mero instrumento narrativo, él sabe dotarla de cualidades poéticas
inolvidables, en las Leyendas, que son veintiocho obritas de gusto
romántico, en que predomina el misterio, lo sobrenatural, la presencia del más
allá (Maese Pérez, el organista; El Miserere, El rayo de luna); lo exótico, oriental o morisco (El
caudillo de las manos rojas); lo
religioso o milagrero (El Cristo de la calavera); o lo costumbrista aliado con lo prodigioso (La venta de los
gatos).
Escribió también, en prosa, las deliciosas
Cartas desde mi celda, conjunto de crónicas compuestas por él durante
una estancia de reposo en el monasterio de Veruela, al pie del Moncayo. Y,
además, multitud de artículos periodísticos.
Las
Rimas
La fama de Bécquer se funda en los
setenta y nueve poemas que él llamó rimas, compuestos a lo largo de su
vida. Son composiciones breves, de dos, tres o cuatro estrofas (raramente más),
por lo general asonantadas, con combinaciones de versos bastante libres.
Aparecieron en diversas revistas, entre 1859 y 1871. En 1868, el propio Bécquer
las recopiló en un manuscrito que entregó a su protector, el ministro González
Bravo; pero desapareció al ser saqueado el domicilio de este en un estallido
revolucionario. El poeta, que había empezado otro cuaderno de trabajos
literarios, reconstruyó las rimas desaparecidas, y las incluyó al final de
dicho cuaderno, que se conserva en la Biblioteca Nacional con el título de Libro
de los gorriones. Las Rimas fueron publicadas en libro, al año
siguiente de morir su autor, por un grupo de sus amigos.
Se han dividido las Rimas, según
sus temas, en cuatro series, dominadas por diversos centros temáticos. La
primera serie comprende las rimas I-X, que tratan de la poesía misma. En las
rimas siguientes (XI-XXIX), Bécquer se manifiesta como poeta ilusionado del
amor, que se hace desengañado en la tercera serie (XXX-LI). La cuarta, que
quedó inacabada, reúne poemas de dolor y desesperanza.
El gran poeta sevillano, discurriendo
sobre la naturaleza del arte verbal, distingue dos tipos de poesía. Una, dice,
es magnífica y sonora; poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana
con todas las pompas de la lengua (y que vendría a corresponderse con la de
Núñez de Arce); y otra, “natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa
eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye; desnuda de
artificio [...]: es un
acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un
zumbido armonioso".
Bécquer se adscribe a este segundo tipo
de lírica, íntima, sencilla de forma, desnuda de retórica, apta para la lectura
emocionada y silenciosa, para la comunicación entrañable entre poeta y lector.
En él culmina un movimiento en esa orientación que se produce en los comienzos
de la época realista, como reacción contra la opulenta poesía vigente (los
líricos prebecquerianos que sufren el influjo del alemán Heine). Nuestro poeta
imitó a este poeta alemán -y a otros-, pero haciendo algo tan distinto y
personal, como es distinto el árbol de su semilla.
He aquí, como muestra, una rima y su
fuente (en este caso, un poema de su amigo heineano Augusto Ferrán).
FERRÁN
Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan;
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.
5 Yo
me asomé a un precipicio
por ver lo que había dentro,
y estaba tan negro el fondo
que el sol me hizo daño luego.
BÉCQUER
Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin o con los ojos,
o con el pensamiento.
Mas, ¡ay!, de un corazón llegué al abismo
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
¡tan hondo era y tan negro!
Trascendencia
de Bécquer
Con una obra poética muy breve, Bécquer
ocupa un puesto de primera importancia en nuestra lírica. Fue poco estimado por
sus contemporáneos; Núñez de Arce calificó las Rimas de “suspirillos
germánicos”; Campoamor lo menospreciaba. Pero su influjo se produce, pocos años
después de su muerte, sobre Juan Ramón ]iménez y Antonio Machado, y penetra
pujante en la lírica de nuestro siglo. De Bécquer arranca, en gran medida,
nuestra poesía contemporánea.
ROSALÍA DE CASTRO
Natural de Santiago de Compostela (1837);
sus padres no estaban casados, y ese fue, tal vez, en aquellos tiempos, uno de
los motivos de su incurable amargura. Hacia los once años, comienza a escribir
versos. En Madrid, adonde se había trasladado, conoce al historiador gallego
Manuel Murguía, con quien contrajo matrimonio. Viven en diversos lugares de
Castilla, pero Rosalía, que no siente simpatía por esta región, consigue la
instalación definitiva en Galicia (A Coruña, Santiago, Padrón). Su matrimonio
no fue feliz, con estrecheces económicas y la necesidad de sacar adelante seis
hijos.
Murió de cáncer, en Iria Flavio, término
municipal de Padrón, en 1885. Sus restos fueron trasladados a un monumento erigido
por suscripción popular, en la iglesia de Santo Domingo, de Santiago, y la población en masa los acompañó en esta
ceremonia.
Prosa
de Rosalía
Su primer relato fue una novela titulada La
hija del mar, romántica, con piratas, locuras y ajusticiamientos. Más
atractivo posee El cadiceño, sátira humorística de los gallegos que iban
a trabajar a Andalucía, y regresaban con ínfulas de superioridad. Pero su
novela más conocida es El caballero de las botas azules, .extenso "cuento extraño”, de
intención filosófica y satírica. Las novelas de Rosalía tienen interés, sobre
todo, como testimonios de un alma cuyo cauce genial fue la lírica. Pero también
por los múltiples méritos de descripción, tema y caracteres que reúnen.
Sus
poesías
Sus primeros libros poéticos fueron La
flor (1857) y A mi madre (1863), con inconfundibles rasgos
románticos, esproncedianos. Pero la gran escritora galaica figura entre
nuestros primeros poetas por tres volúmenes de versos, dos ercritos en gallego,
Cantares gallegos y Follas novas (Hojas nuevas), y el último en castellano (En las orillas del Sar, 1884).
Los primeros poemas de Cantares
gallegos fueron surgiendo durante la estancia de Rosalía en Castilla, a
raíz de su matrimonio. Allí, lejos de Galicia, añora su húmeda, verde y bella
tierra natal; se siente exiliada, en un ambiente de poca estima de lo gallego
que la apesadumbra gravemente. Así van surgiendo estos poemas fragantes,
sencillos, con ritmos populares, en los que evoca paisajes, costumbres y
gentes de su tierra. Anhela el regreso
(Airiños, airiños aires, / airiños da miña terra; / airiños, airiños
aires. / airiños, levaime a ela). Y lanza graves requisitorias
contra Castilla, la despreciadora, la explotadora de los pobres segadores
gallegos (Premita Dios, castellanos, / castellanos que aborrezco, /
qu 'antes os gallegos
morran / qu 'ir a
pedirvos sustento).
En el prólogo de Follas novas, explica
Rosalía que, frente a los Cantares gallegos, fruto de días de juventud,
este libro es resultado del dolor y del
desengaño. Y ya no es la Galicia física y exterior la que canta en la nueva
colección poemática, sino su propio sufrimiento, que comparte con sus paisanos.
En Follas novas están el alma de Rosalía y la de sus paisanos.
Por último, su magna obra en castellano En
las orillas del Sar, es una atormentada confesión de su intimidad, de sus
ideas sobre el amor y el dolor, sobre la injusticia humana, sobre la muerte y
la eternidad, de exaltado tono religioso. Son poemas breves, con rima asonante
y metros amplios.
Significación
de Rosalía
No están claras las relaciones poéticas
que ligan a Bécquer y a Rosalía. Se habla de influjos mutuos no demostrados;
quizá sus relativas afinidades haya que buscarlas en la devoción que ambos
sintieron por Heine. Y comparados carece de sentido. Bécquer es más puro, más
austero de medios expresivos y su emoción impregna al lector súbitamente.
Rosalía ofrece una riqueza temática muy superior, no olvida el dolor ajeno, es
sensible a la alegría, a la belleza del paisaje, y sus tonos son más
vehementes. En su tiempo, fue poco estimada fuera de Galicia. Fueron los
hombres del 98 quienes, en su afanosa búsqueda de valores hispanos, hicieron el
gran hallazgo de Rosalía. "Azorín” acusará de estulticia a la crítica por
desconocer "a uno de los más delicados, de los más intensos y originales
poetas que ha producido España". Y en versos de Antonio Machado se percibe
su influjo.