8. CLASICISMO E ILUSTRACIÓN (Siglos XVII y XVIII)
I. EL
TEATRO
Tartufo
ACTO III ESCENA PRIMERA
(Damis y Dorine)
DAMIS. - ¡Que me
fulmine un rayo ahora mismo, que se me crea en todas partes el más grande de
los bellacos, si existe algún respeto o poder que me detenga, y si no hago
algún disparate!
DORINE. - Por
favor, moderad este arrebato; vuestro padre se ha limitado a hablar de ello
simplemente. No siempre se lleva a cabo lo que uno se propone, y del dicho al
hecho hay un trecho.
DAMIS. - Es
necesario que deshaga estos proyectos, y que le diga dos palabras a ese fatuo.
DORINE. - ¡Ah! En
lo referente a él tanto como a vuestro padre dejad obrar a vuestra madrastra.
Ella ejerce algún influjo sobre su ánimo; es complaciente con todo lo que ella
le dice y podría ser que estuviera bien dispuesto a su favor. ¡Quiera Dios que
sea así! Sería magnífico. En fin, vuestro propio interés le obliga a
intervenir; quiere sondearle acerca del matrimonio que os preocupa, saber sus
sentimientos y hacerle comprender las terribles luchas que podría provocar con
sus actos, si espera algo de este proyecto. Su criado dice que reza, pero yo no
he logrado verle. Pero este sirviente me ha dicho que bajará pronto. Salid,
pues, os lo ruego, y dejadme escuchar.
DAMIS. - ¿Puedo
estar presente en esta entrevista?
DORINE. -
Imposible, han de estar solos.
DAMIS. - No diré
nada.
DORINE. - Os estáis
burlando; conozco vuestras tretas y la manera que tenéis de echarlo todo a
perder. Salid.
DAMIS. - No; quiero
verlo todo sin inmiscuirme en la conversación.
DORINE. - ¡Qué
terco sois! Ya viene. Retiraos ahora mismo.
ESCENA SEGUNDA
(Tartufo,
Laurent y Dorine)
TARTUFO (viendo
a Dorine). - Laurent, aprieta el cilicio que llevo para mi disciplina y
ruega que el Cielo nos ilumine siempre. Por si viene alguien a verme, di que
voy con los pobres a repartirles limosnas.
DORINE. - ¡Cuánta
afectación y fanfarronería!
TARTUFO. - ¿Qué
quieres?
DORINE. - Deciros
que ...
TARTUFO (saca un
pañuelo del bolsillo). - ¡Ah! Dios mío, te lo ruego, antes de hablar, toma
este pañuelo.
DORINE. - ¿Cómo?
TARTUFO. - Cúbrete
el pecho, que no lo puedo ver; con cosas semejantes se ofende a las almas
buenas y se las tienta.
DORINE. - ¿Sois muy
propenso a la tentación y la carne impresiona mucho vuestros sentidos?
Ciertamente, no sé a qué se debe este acaloramiento; yo no caigo tan fácilmente
en la tentación y aunque os viera completamente desnudo, vuestro cuerpo no me
tentaría en absoluto.
TARTUFO. - Habla
con más recato o te dejaré con la palabra en la boca.
DORINE. - No, no,
soy yo quien quiere dejaros descansar, y sólo voy a deciros dos palabras; la
señora va a venir a esta habitación y quiere conversar con vos.
TARTUFO. - Accedo
de muy buen grado.
DORINE (para sí).
- ¡Cómo se suaviza! Cada vez estoy más segura de lo que pienso.
TARTUFO. - ¿Vendrá pronto?
DORINE. - Creo que
ya la oigo. Sí, es ella; os dejo solos.
(Jean Baptiste Poquelin. MOLIÈRE)
II LA
POESÍA
Los dos amigos y el oso
A dos amigos se aparece un Oso:
el uno, muy medroso,
en las ramas de un árbol se asegura,
el otro, abandonado a la ventura,
se finge muerto repentinamente.
El Oso se le acerca lentamente:
mas como este animal, según se cuenta,
de cadáveres nunca se alimenta,
sin ofenderlo lo registra y toca,
huélele las narices y la boca;
no le siente el aliento,
ni el menor movimiento;
y así, se fue diciendo sin recelo:
“Éste tan muerto está como mi abuelo.”
Entonces el cobarde,
de su grande amistad haciendo alarde,
del árbol se desprende muy ligero,
corre, llega y abraza al compañero,
pondera la fortuna
de haberle hallado sin lesión alguna,
y al fin le dice:
-Sepas que he notado
que el Oso te decía algún recado.
¿Qué pudo ser?
- Diréte lo que ha sido:
Estas dos palabritas al oído.-
Aparta tu amistad de la persona
que si te ve en el riesgo te abandona.
(Jean de LA FONTAINE)
III. LA
NOVELA
Cándido
Capítulo I
DE CÓMO CÁNDIDO FUE EDUCADO EN UN HERMOSO CASTILLO, Y DE
CÓMO SE LE ECHÓ DE AQUÉL
Había en Vestfalia, en el castillo del señor barón de
Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dado los más dulces
hábitos. Su fisonomía anunciaba su alma. Tenía juicio bastante recto con alma
muy simple; por ello, creo, le llamaban Cándido. Los criados viejos de la casa
sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón, y de un buen y honrado
hidalgo de la vecindad, con el cual esta señorita nunca quiso casarse porque no
había podido probar más que sesenta y un cuartos: el resto de su árbol
genealógico habíase perdido por estragos del tiempo.
Era el señor barón uno de los más poderosos señores de
Vestfalia, pues su castillo tenía puertas y ventanas. Incluso la gran sala
estaba adornada con un tapiz. Todos los perros de sus corrales componían una
jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros eran los monteros; el vicario
del pueblo, su capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor y le reían las
gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas
cincuenta libras, se granjeaba con ello gran consideración, y hacía los honores
de su casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda,
de diecisiete años de edad, era de tez encendida, fresca, rolliza, apetitosa.
El hijo del barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era
el oráculo de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la
buena fe de su edad y carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología.
Demostraba admirablemente que no hay efecto sin causa y que, en este mundo, el
mejor de los posibles, el castillo de monseñor barón era el más bello de los
castillos, y la señora baronesa la mejor de las baronesas posibles.
-Está demostrado -decía- que las cosas no pueden ser de
otra forma: pues teniendo todo un fin, todo es necesariamente para el mejor
fin. Fijaos en que las narices se han hecho para llevar gafas; por ello tenemos
gafas. Las piernas, a la vista está, se han instituido para ser calzadas, y
llevamos calzas. Las piedras han sido formadas para ser talladas y hacer con
ellas castillos; por ello tiene monseñor un castillo bellísimo: el mayor barón
de la provincia debe ser el que mejor alojado esté; y los cerdos hechos para
ser comidos: comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, los que han sostenido
que todo está bien han dicho una necedad: había que decir que todo está óptimo.
Cándido escuchaba atentamente y creía todo a pies
juntillas, porque encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda,
aunque no se tomara nunca la libertad de decírselo. Concluía que, tras la dicha
de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era
ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla a diario; y el cuarto, oír al
maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de toda
la tierra.
Un día, Cunegunda, al pasear cerca del castillo, en el
bosquecillo al que llamaban parque, vio entre unas malezas al doctor Pangloss
que daba una lección de física experimental a la doncella de su madre, morenita
muy linda y muy dócil. Como la señorita Cunegunda era muy dispuesta para las
ciencias, observó sin rechistar las experiencias reiteradas de las que fue
testigo, vio con claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las
causas, y se volvió sobresaltada, toda pensativa, toda llena del deseo de ser
sabia, pensando que bien podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido,
el cual también podría ser la suya.
Se encontró con Cándido al volver al castillo y se
sonrojó; Cándido también se sonrojó; le dio los buenos días con voz
entrecortada y Cándido le habló sin saber lo que decía. Al día siguiente,
después de cenar, al levantarse todos de la mesa, Cunegunda y Cándido se
encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo; Cándido lo
recogió, le tomó inocentemente la mano y se la besó con una presteza, una sensibilidad
y una gracia particular. El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del
biombo y, al ver esa causa y ese efecto, echó a Cándido del castillo a patadas
en el trasero. Cunegunda se desvaneció; en cuanto volvió en sí fue abofeteada
por la señora baronesa; y todo el mundo quedó consternado en el más bello y más
agradable de los castillos posibles.
Tras su expulsión del castillo, Cándido
peregrina por numerosos países, en lo que sufre infinidad de calamidades:
esclavitud, guerras, torturas, naufragios, terremotos... Y, en vez del mundo
perfecto que su preceptor le pintó, sólo encuentra miseria, rapiña, violencia,
crímenes y abusos. Especialmente dura es su visión de la guerra, de los
políticos y de los creyentes, ya sean protestantes, católicos, judíos o
musulmanes.
Capítulo III
DE CÓMO CÁNDIDO HUYÓ DE LOS BÚLGAROS Y DE LO QUE ACONTECIÓ
Nada había tan hermoso, ágil, brillante, tan bien
dispuesto como aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores,
cañones, formaban una armonía tal que nunca igual se vio en el infierno. Los
cañones tumbaron primero a unos seis mil hombres de cada lado; luego la
mosquetería sacó del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a nueve o
diez mil bribones, aproximadamente. La bayoneta fue también razón suficiente
para la muerte de algunos millares de hombres. El total bien podría ascender a
unas quinientas mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió
lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.
Al fin, mientras los dos reyes mandaban cantar unos Te
Deum, cada uno en su campo, resolvió ir a otro sitio a razonar sobre
efectos y causas. Pasó por encima de montones de muertos y moribundos, antes de
llegar a un pueblo vecino; estaba hecho ceni zas: era un pueblo ábaro que habían
quemado los búlgaros, siguiendo las leyes del derecho público. Aquí, ancianos
molidos a golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían a los
hijos en sus pechos ensangrentados; allá, muchachas, destripadas tras haber
satisfecho las naturales necesidades de algunos héroes, exhalaban el último
suspiro; otras, medio quemadas, gritaban que terminaran de darles muerte. Había
sesos esparcidos por el suelo al lado de brazos y piernas cortados.
Cándido huyó apresuradamente a otro pueblo: pertenecía
a los búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tradado igual. Cándido, sin dejar
de caminar sobre miembros palpitantes, o a través de ruinas, llegó al fin fuera
del escenario de la guerra, llevando escasas provisiones; pero como había oído
decir que en aquel país todo el mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó
de que le tratarían tan bien como lo habían tratado en el castillo del señor
barón, antes de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la
señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios dignos personajes, todos los
cuales le contestaron que si seguía ejerciendo aquel oficio lo encerrarían en
un correccional para que escarmentara.
Acudió entonces a un hombre que había estado hablando
sobre la caridad humana, una hora entera, en una gran asamblea. Este orador,
mirándole de reojo, le dijo:
-¿A qué venís aquí? ¿Estáis por la buena causa?
-No hay efecto sin causa -contestó modestamente
Cándido-. Todo está necesariamente encadenado y óptimamente solucionado. Ha
sido necesario que me echaran de al lado de la señorita Cunegunda, que me
baquetearan y que tenga que pedir mi pan hasta que pueda ganármelo; todo esto
no podía ser de otra forma.
-Amigo-le preguntó el orador-, ¿creéis que el papa es
el Anticristo?
-No había escuchado nunca semejante cosa -contestó
Cándido-; pero tanto si lo es como si no, a mí me falta el pan.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; anda, bribón; anda,
miserable, no te acerques a mí en toda tu vida.
La mujer del orador, habiéndose asomado a la ventana, y
avistando a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le vertió
en la cabeza todo un... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos lleva en las damas el celo
por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen
anabatista, llamado Jacob, vio de qué forma cruel e ignominiosa se trataba a
uno de sus hermanos, un bípedo sin plumas que tenía alma; lo llevó a su casa,
lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines y quiso incluso enseñarle
a trabajar en sus manufacturas de telas de Persia, que se fabrican en Holanda.
Cándido, casi postrado ante él, exclamaba:
-Bien me había dicho el maestro Pangloss que todo es
óptimo en este mundo, pues vuestra extrema generosidad me conmueve más que la
dureza de aquel señor de manto negro y de su señora esposa.
En su largo peregrinar, Cándido reencuentra a
Pangloss convertido en pordiosero, pero con su indestructible optimismo: y a
Cunegunda, fea, vieja y repulsiva, a pesar de lo cual se casa con ella, más por
haber empeñado su palabra que por amor. Y se lleva tras de sí al fiel criado
Cacambo; a Martín, filósofo pesimista, y a una vieja criada, hija de un papa y
una princesa, que ha soportado todas las desgracias posibles, Por fin, en
Constantinopla, un sabio turco les descubre la clave de la vida.
Capítulo XXX
CONCLUSIÓN
Era muy natural imaginar que, tras tantos desastres,
Cándido, casado con su amada y viviendo con el filósofo Pangloss, el filósofo
Martín, el prudente Cacambo, y la vieja; habiéndose, por otra parte, traído
tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, llevaría la vida más
agradable del mundo, pero los judíos le estafaron tanto que sólo le quedó la
granjita; su mujer, al estar cada día más fea, se hizo desabrida e
insoportable; la vieja estaba inválida y tenía peor humor que Cunegunda.
Cacambo, que trabajaba en el jardín y que iba a vender la verdura a
Constantinopla, sobrecargado de trabajo y maldecía su suerte. Pangloss estaba
desesperado por no brillar en ninguna universidad de Alemania. En cuanto a
Martín, estaba firmemente convencido de que se está igual en todas partes; se
tomaba las cosas con paciencia.
Cándido, Martín y Pangloss disputaban a veces sobre
metafísica y moral. Había en los alrededores un derviche muy famoso que pasaba
por ser el mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarle y Pangloss le dijo:
-Maestro, venimos a suplicaros nos digáis para qué ha
sido creado ese extraño animal que llaman hombre.
-¿A ti qué te importa? -le contestó el derviche-.
¿Acaso es asunto tuyo?
-Pero, reverendo padre -dijo Cándido-, el mal se ha
extendido horriblemente sobre la tierra.
-¿Qué puede importar -dijo el derviche- el bien o el
mal? Cuando su alteza manda un barco hacia Egipto, ¿se ocupa acaso de si
los ratones que van en él estarán o no a gusto?
-Entonces, ¿qué hay que hacer? -dijo Pangloss.
-Callarse -contestó el derviche.
-Me hubiera gustado -dijo Pangloss- conversar con vos
acerca de los efectos y las causas, del mejor de los mundos posibles, del
origen del mal, de la naturaleza (del alma y de la armonía preestablecida.
Al oír esto, el derviche les dio con la puerta en las
narices.
Después de esta conversación corrió la noticia de que
en Constantinopla acababan de ahorcar a dos visires de la banca y al muftí, y
que muchos de sus amigos habían sido empalados. Esta catástrofe dio mucho que
hablar en todas partes durante algunas horas. Pangloss, Cándido y Martín, al
volver a su modesta granja, encontraron a un buen anciano que tomaba el fresco
a la puerta de su casa, bajo la sombra de unos naranjos. Pangloss, que era tan curioso
como razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí que acababan de
estrangular.
-No tengo ni idea -contestó el buen hombre-. Nunca he
sabido el nombre de ningún muftí ni de ningún visir. Ignoro por completo el
suceso de que me habláis; presumo que, en general, los que se ocupan de asuntos
públicos, perecen a veces miserablemente, y con razón; pero no me informo nunca
de lo que pasa en Constantinopla; me contento con mandar llevar allí, para
vender, la fruta del jardín que cultivo.
Dichas estas palabras, hizo entrar en su casa a los
extranjeros; sus dos hijas y sus dos hijos les presentaron varios sorbetes que
ellos mismos hacían, kainak adornado con corteza de cidra confitada, naranjas,
limones, limas, piñas, pistachos, café de moka, y no mezcla del mal café de
Batavia y de las islas. Tras lo cual, las dos hijas de aquel buen musulmán
perfumaron la barba a Cándido, a Pangloss y a Martín.
-Debéis tener -dijo Cándido al turco- una extensa y
magnífica tierra.
-Sólo tengo veinte arpendes, -respondió el turco-; los
cultivo con mis hijos y el trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el
aburrimiento, el vicio y la indigencia.
Al volver a su granja, Cándido meditó profundamente
sobre el discurso del turco y les dijo a Pangloss y a Martín:
-Me parece que este buen anciano se ha creado un estado
mucho más preferible que el de los seis reyes con los que hemos tenido el honor
de cenar.
-Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas,
según el parecer de todos los filósofos. Sabéis...
-Lo que sé, en verdad -dijo Cándido-, es que tenemos
que cultivar nuestro jardín.
-Tenéis razón -dijo Pangloss-; porque el hombre fue
puesto en el jardín del Edén ut operaretur eum, para que trabajara; lo
que prueba que el hombre no ha nacido para el ocio.
-Trabajemos sin razonar -dijo Martín-; es la única
forma de hacer soportable la vida.
(Fraçois Marie Arouet.VOLTAIRE)
9 PRERROMANTICISMO
I. LA
NOVELA
Werther
Werther, un joven apasionado y sentimental,
abandona su ciudad para retirarse a una aldea, donde vive tranquilo, dedicado a
la pintura y a la lectura, y en contacto con las gentes sencillas. Su felicidad
se multiplica al conocer en un baile a Carlota, que ya está comprometida con
Alberto. Aprovechando la ausencia de éste, Werther visita con frecuencia a la joven.
13 de julio
No, no me engaño; leo en sus ojos negros el verdadero
interés que le inspiran mi persona y mi suerte. Conozco, y en esto debo creer a
mi corazón, que ella... ¡Oh! ¿Podré y me atreveré a expresar en palabras la
dicha celestial que siento? Conozco que me ama.
¡Soy amado!... Si vieras cómo me quiere ahora; si
vieras... Te lo diré, porque tú sabrás comprenderme: si vieras lo mucho más que
valgo a mis propios ojos desde que soy dueño de su amor! ¿Es esto presunción o
sentimiento de nuestra relación verdadera? No conozco hombre alguno capaz de
robarme el corazón de Carlota y, a pesar de ello, cuando ésta habla de su
futuro esposo, con todo el calor, con todo el amor posible, me hallo como el
desgraciado a quien despojan de todos sus títulos y honores, y le obligan a
entregar su espada.
16 de julio
¡Ah! ¡Qué sensación tan grata inunda todas mis venas
cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan
debajo de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca
de nuevo a pesar mío. El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su
inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen
sufrir estas insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía
cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que
su divino aliento se confunde con el mío, creo morir, como herido por el rayo,
Guillermo, y este cielo, esta confianza, llego a atreverme... Tú me entiendes.
No, mi corazón no está tan corrompido. Es débil, demasiado débil...Pero, ¿en
esto no hay corrupción?
Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos se
desvanecen en su presencia. Nunca sé lo que experimento cuando estoy a su lado:
creo que mi alma se dilata por todos los nervios.
Hay una sonata que ella ejecuta en el clave con la
expresión de un ángel: ¡tiene tal sencillez y tal encanto! Es su música
favorita y le basta tocar su primera nota para alejar de mí zozobras, cuidados
y aflicciones.
No me parece inverosímil nada de lo que se cuenta sobre
la antigua magia de la música. ¡Cómo me esclaviza este canto sencillo! ¡Y cómo
sabe ella ejecutarlo en aquellos instantes en que yo sepultaría contento una
bala en mi cabeza!... Entonces, disipándose la turbación y las tinieblas de mi
alma, respiro con más libertad.
Guillermo, el amigo al que Werther dirige sus
cartas, le aconseja que, si Carlota le ama, procure casarse y, si no, se aleje
de ella, pues su pasión por la joven puede serle funesta. Regresa Alberto y en el alma de Werther, que
se hace amigo suyo, comienza a entablarse una dura batalla entre la razón y los
sentimientos.
30 de agosto
Desgraciado, ¿no estás loco? ¿No te engañas a ti mismo?
¿Adónde te conducirá esta pasión indómita y sin objeto? No hago más oración que
la que dirijo a ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya, y
todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
Esto me procura algunas horas de felicidad, ¡hasta que
tengo que separarme nuevamente de ella! ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con
tanta frecuencia mi corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado,
absorto en la contemplación de su figura, de sus movimientos, de la celestial
expresión que pone en sus palabras, todos mis sentidos se excitan poco a poco,
una sombra se extiende ante mi vista y mis oídos se embotan; siento que oprime
mi garganta una mano homicida; mi corazón, con violentas palpitaciones, busca
el aire que les falta a mis sentidos sofocados y no hace más que aumentar su
turbación...
Guillermo, muchas veces no sé si estoy en este mundo. Y
cuando no me agobia la tristeza y Carlota me concede el mísero consuelo de
aliviar mi martirio, dejándome bañar su mano con mi llanto, necesito salir,
necesito huir, y corro a ocultarme muy lejos, en los campos. Gozo trepando por una montaña escarpada,
abriéndome paso por entre un bosque impenetrable, por entre las breñas que me
hieren y los zarzales que me despedazan. Entonces me encuentro un poco mejor,
¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y de cansancio, sucumbo y me detengo en
el camino; cuando en la profunda noche, brillando sobre mi cabeza la luna
llena, me siento en el bosque solitario sobre un tronco retorcido, para dar
algún descanso a mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo
durante la claridad crepuscular... ¡Oh! Guillermo!, el silencioso albergue de
una celda, un sayal y el cilicio son los únicos consuelos a que aspira mi alma.
Adiós. No veo para esta mísera existencia otro fin que el sepulcro.
3 de septiembre
Tengo que irme, Guillermo; te agradezco que hayas
fijado mi resolución vacilante. Quince días hace que ando dándole vueltas a la
idea de dejarla. Tengo que irme. Está de nuevo en la ciudad, en casa de una
amiga; y Alberto..., y... Tengo que irme.
En un intento de enderezar su vida, Wertlier
acepta el cargo de secretario de embajada en otra ciudad, la noticia de la
boda de Carlota y Alberto acrecienta su desasosiego. Deja el trabajo y marcha
a su pueblo natal, donde revive los felices años de su infancia. Pero sólo hay un objetivo en su vida--
acercarse a Carlota, por lo que vuelve junto a ella. La proximidad, lejos de aplacar sus
angustias, las aumenta.
12 de diciembre
Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe
parecerse al de los desgraciados que antiguamente se creían poseídos del
espíritu maligno. No es el pesar; no es
tampoco un deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre que me desgarra el
pecho, me anuda la garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo y
paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en que abunda esta
estación enemiga.
Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe
que el río había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim corrían
desbordados y que la inundación era completa en mi querido valle. Me dirigí a
él cuando rayaba la media noche y presencié un espectáculo aterrador. Desde la
cumbre de una roca vi, a la claridad de la luna, revolverse los torrentes por
los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo
todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso,
azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después,
la luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel
soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito..., venían a
estrellarse a mis pies violentamente... Un extraño temblor y una tentación
inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos extendidos
hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme a él. Sí, arrojarme y
sepultar conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay!, ¡qué
desgraciado soy! No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males; mi
hora no ha llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera
dado esta pobre vida humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los
mares y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos
consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos
se fijaron en el sitio donde había descansado con Carlota, bajo un sauce,
después de un largo paseo! También allí había llegado la inundación y a duras
penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa de Carlota,
en sus prados... El torrente debía de haber arrancado también los pabellones de
caza y destruido nuestros arbustos y setos. Un luminoso rayo del pasado brilló
delante de mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que
le finge praderas, ganados o grandezas de la vida. Yo estaba allí, de pie...,
¡ah!, ¿es que falta valor para morir? Yo debía... Y, sin embargo, heme aquí
como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va, de puerta en
puerta, pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su miserable
vida.
La narración de los últimos momentos de la vida
de Werther corren a cargo del supuesto editor de la historia. Él cuenta el
último intento de acercamiento a Carlota (escena del beso), su desesperación
posterior y su suicidio. Suicidio que Werther prepara con todo detalle: pide a
Carlota, con la excusa de un viaje, las pistolas de Alberto; se viste con el
chaleco amarillo y la casaca azul que llevaba el día que la conoció, y deja
sobre la mesa una botella de vino casi llena y un libro abierto.
Se arrojó a los pies de Carlota completa y espantosamente
desesperado y, cogiéndole las manos, las oprimió contra sus ojos, contra su
frente. Carlota sintió entonces el vago presentimiento de un siniestro
propósito. Turbado su juicio, cogió, a su vez, las manos de Werther y las
colocó sobre su corazón. Inclinose hacia él con ternura y sus abrasadas
mejillas se tocaron. Él mundo desapareció para ellos; él la estrechó entre sus
brazos, la apretó contra su pecho y cubrió de frenéticos besos los temblorosos
labios de su amada, que balbucían palabras entrecortadas.
«¡Werther!», murmuraba ella con voz ahogada y
desviándose; «¡Werther!», repetía, con suave movimiento trataba de alejarse.
«¡Werther!», exclamó por tercera vez, ya con acento digno e imponente.
Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al
suelo como un loco. Carlota se levantó y, completamente turbada, indecisa entre
el amor y la cólera, le dijo: «Es la última vez, Werther; no volveréis a
verme». Y lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de amor, corrió a
la habitación inmediata y se encerró en ella.
Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla.
En el suelo y con la cabeza apoyada en el sofá, permaneció más de una hora sin
dar señales de vida.
Al cabo de este tiempo, oyó ruido y volvió en sí. Era
la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a pasear por la
habitación. Cuando volvió a quedarse solo, se aproximó a la puerta por donde
había desaparecido Carlota y exclamó en voz baja: «¡Carlota! ¡Carlota! Una
palabra sola, un adiós siquiera... ».
Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó de
nuevo... Por último, se alejó de la puerta, gritando: “¡Adiós, Carlota...,
adiós para siempre!».
Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero,
como todo permaneció tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido. A las
seis de la mañana del siguiente día, entró el criado en la alcoba con una luz y
vio a su amo tendido en el suelo, bañado en sangre y con una pistola al lado.
Le llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que todavía
respiraba.
Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota
oyó llamar, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su
marido y se levantaron. El criado, llorando y sollozando, les dio la fatal
noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de Alberto.
Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le
halló todavía en el suelo, sin salvación posible. El pulso latía aún, pero
todos sus miembros estaban paralizados. La bala había entrado por encima del
ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo: la sangre
corrió; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo
de su silla demostraban que consumó el acto sentado delante de la mesa en que
escribía, y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se
hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac
azul y chaleco amarillo.
La gente de la casa de la vecindad, y poco después todo
el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther
en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte.
No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso: unas
veces, casi imperceptiblemente; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que
de un momento a otro exhalase el último suspiro.
No había bebido más que un vaso de vino de la botella
que tenía sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba
abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de
Carlota eran indescriptibles.
El anciano administrador llegó, turbado y conmovido.
Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no
tardaron en reunírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la
boca del herido y demostrando hallarse poseídos del más intenso dolor. El de
más edad, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó del cuello
de su amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró. Hubo que retirarle a
la fuerza. A las doce del día falleció Werther.
La presencia del administrador y las medidas que tomó
evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las once, en
el sitio que había indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron formando
parte del fúnebre cortejo; Alberto no tuvo valor para tanto.
Durante algún tiempo, se temió por la vida de Carlota.
Werther fue conducido por jornaleros al lugar de la
sepultura; no le acompañó ningún sacerdote.
(Johan Wolfgang GOETHE)
II. EL
TEATRO
Fausto
Física, Metafísica, Derecho,
Medicina después, y Teología
también, ¡ay Dios!, por mi desgracia, todo,
todo lo escudriñé con ansia viva,
y hoy, ¡pobre loco de infeliz mollera!,
¿qué es lo que sé? Lo mismo que sabía
Doctor me llamo, dígome maestro,
y hace diez años ya que abajo, arriba,
acá y allá, y a diestra y a siniestra,
el escolar rebaño mi voz guía..
¡Sólo pude aprender que no sé nada,
y el alma en la Contienda está rendida!
Bachiller o doctor, seglar o preste,
nadie su ciencia iguala con la mía;
ni escrúpulo ni duda me atormentan;
ni demonio ni infierno me intimidan;
y así, de sombras y de espantos libre,
huyó todo el encanto de mi vida..
Al hombre inútil, para el bien estéril,
nada puedo enseñar que de algo sirva,
y sin caudal, ni crédito, ni honores,
vida arrastro que un can despreciaría.
Doyme a la Magia, pues, ioh, si pudiera
el vigor del Espíritu, que anima
el Verbo humano, la secreta clave
revelarme de todos los enigmas!
(Johan Wolfgang GOETHE)
III LA
POESÍA
Canto de inocencia
EL ESCOLAR
Me gusta
levantarme en las mañanas de verano,
cuando
los pájaros cantan en los árboles;
cuando el
cazador distante hace sonar su cuerno
y la
alondra canta conmigo.
¡Ah, qué
dulce compañía!
Pero ir a
la escuela en las mañanas de verano
disipa
toda alegría,
Mustios,
sometidos a un ojo cruel,
los
pequeñuelos pasan el día
entre
suspiros y congojas.
¡Ah!, yo
suelo sentarme y, dormitando,
pasar
muchas horas de ansiedad.
No puedo
hallar placer en un libro,
ni en
sentarme en la casa de la sabiduría
calado
hasta los huesos por la tediosa lluvia.
¿Cómo
puede el pájaro, nacido para la dicha,
cantar
encerrado en una jaula?
¿Cómo
puede un niño, presa del miedo,
evitar
que caigan sus tiernas alas
y olvidar
su juvenil primavera?
¡Oh!
Padre y madre, si los brotes son arrancados
y
arrastrados por el viento los capullos,
y si las
plantas tiernas son despojadas
de su
alegría, en un día primaveral,
por el
dolor y el desaliento,
¿cómo
podrá el estío levantarse alegre?
¿cómo
aparecerán los frutos del verano?
(William BLAKE)
Canto de experiencia
EL TIGRE
¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué lejanos abismos o en qué cielos
ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó coger ese fuego?
Y qué hombros, y qué arte
pudieron tejer la nervadura de tu corazón?
Y cuando tu corazón comenzó a latir,
¿qué mano terrible?, ¿qué terribles pies?,
¿ qué martillo?, ¿qué cadena?
¿en qué fragua se templó tu cerebro?
¿en qué yunque?¿Qué tremendas garras
osaron tus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas,
¿acaso sonrió al ver su obra?
¿Acaso quien creó el cordero te creó a ti?
¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
(William BLAKE)
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