GET-Viento triste. Primera parte (2014)

GET- Viento triste. Segunda parte (2014)

viernes, 12 de abril de 2013

Literatura Universal. Edad Contemporánea. Siglo XIX. Romanticismo-Realismo-Textos




IV EDAD CONTEMPORÁNEA. (Siglo XIX)
10. ROMANTICISMO
I POESÍA
Las mesas se volcaron



¡Arriba! ¡Arriba! Amigo, aclara tu mirada.
¿Por qué afanarse tanto?
¡Arriba! ¡Arriba! Amigo, y deja ya tus libros,
o has de volverte loco.
El sol, sobre la cima alta de la montaña,
un suave lustre fresco,
ha extendido por todo el amplio campo verde
su primera dulzura en la tarde amarilla.
¡Libros! Son una lucha aburrida y sin fin.
Ven, amigo, y escucha al verderón del bosque.
¡Qué música más dulce! ¡Cuánta sabiduría hay en él,
por mi vida!
¡Escucha! ¡Cuán alegre es el canto del tordo,
orador nada ruin!
Acércate a la luz de las cosas y deja
que la Naturaleza sea la que te enseñe.
Ella alberga un tesoro de riquezas dispuestas
para bendecir nuestros corazones y mentes,
un saber espontáneo que respira salud,
una verdad inspirada que respira alegría.
Un impulso del bosque en primavera puede
enseñar más del hombre,
de la moral del bien y del mal, que los sabios
mejores reunidos.
Es precioso el saber de la Naturaleza.
La mente, entrometida,
desfigura las formas hermosas de las cosas.
Las matamos primero, luego las disecamos.
Basta de ciencia y de arte;
cierra esas hojas yermas.
Ven hacia aquí trayendo contigo un corazón
que mire y que reciba.


(William WORDSWORTH)

La rima del anciano marinero
(Fragmento)



Y el viento que llegaba rugía con más ruido,
las velas suspiraban como un campo de espigas,
y de una sola nube negra caía lluvia.
La Luna era tan sólo un leve filo.

La densa nube negra se partió, y todavía
la Luna estaba al lado:
como aguas disparadas desde lo alto de un risco,
sin abrir desgarrón, descendió el rayo,
un río ancho y abrupto.

Ese ruidoso viento nunca llegó hasta el barco,
¡y sin embargo, ahora el barco iba adelante!
Bajo el rayo y la Luna
los muertos emitieron un gemido.

Gimieron, se movieron, se incorporaron todos,
sin hablar ni mover
los ojos: era extraño incluso en sueños,
haber visto esos muertos levantarse.

El timonel guió el barco en movimiento,
pero no sopló brisa;
los marineros fueron a las jarcias de nuevo,
como era su costumbre,
levantaron sus miembros como útiles sin vida:
como tripulación espectral allí estábamos.

El cadáver del hijo de mi hermano,
con sus rodillas junto a las mías, se irguió;
el cadáver y yo tirábamos del mismo
cable, pero sin que él dijera nada.

«¡Te tengo miedo, anciano Marinero!»
¡Puedes estar tranquilo, Invitado a la Boda!
No era que aquellas almas, que con dolor huyeron,
volvieran a sus cuerpos,
sino un tropel de espíritus benditos.

Pues cuando amaneció, con los brazos caídos,
alrededor del mástil se agolparon:
lentamente salieron de sus bocas sonidos
dulces y de sus cuerpos se marcharon.


(Samuel Taylor COLERIDGE)

Caín
(Fragmento)



CAíN: ¿Vas a enseñarme todo?
LUCIFER: Con una condición.
CAíN: Dila.
LUCIFER: Debes postrarte y debes adorarme:
Señor tuyo.
CAíN: Tú no eres el Señor que mi padre
adora.
LUCIFER: No.
CAíN: ¿Su igual?
LUCIFER: No; no tengo con Él
nada en común. Ni quiero: querría estar encima
 debajo, mas no compartir su poder
o servirle. Yo vivo aparte, mas soy grande:
muchos hay que me adoran, y más habrá; sé tú
uno de los primeros.

CAíN: Yo nunca me he inclinado
ante el Dios de mi padre, aunque mi hermano Abel
a menudo me implora que me una en sacrificio con él. ¿Por qué tendría que inclinarme ante ti?

LUCIFER: ¿Nunca te has inclinado ante Él?
CAíN: ¿N o te lo he dicho?
¿He de decirlo? ¿Acaso tu saber poderoso
no es capaz de enseñártelo?
LUCIFER: Quien no se inclina ante Él se ha inclinado ante mí.
CAíN: Pero yo ante ninguno
me inclino, de los dos.
LUCIFER: De todos modos, tú eres
un adorador mío: el no adorarle a Él
te hace mío, lo mismo.
CAíN: ¿Y eso qué es?
LUCIFER: Lo sabrás
aquí -y después de aquí-
CAíN: Enséñame el misterio
tan sólo de mi ser.
LUCIFER: Sígueme a donde vaya.


(Lord BYRON )

Oda al cielo
(Fragmento)


¡Oh techumbre sin nubes del palacio
de la noche! ¡Dorado paraíso
de la luz! ¡Silencioso y vasto espacio
que hoy como ayer relumbras!... ¡Cuanto quiso
y cuanto quiere en ti descansa;
el presente y pasado de la eterna
edad del hombre eres! ¡Lumbre mansa
de su templo y hogar! ¡Cámara interna
de su gran soledad! ¡Bóveda oscura
y dosel sempiterno y transparente
del porvenir, que teje su futura
edad desde la sombra del presente!

Formas gloriosas viven de tu vida:
la tierra y la terrena muchedumbre;
las vivientes esferas donde anida
la luz, como la nieve en una cumbre;
la hondura del abismo y el desierto;
los verdes orbes que te surcan suaves;
y los astros que van cual surco abierto
en la espuma del mar tras de las naves;
la helada luna deslumbrada y fría;
y, más allá de tu nocturno velo,
los soles poderosos de alegría
abren su intensa luz a todo el cielo.
¡Como el del mismo Dios tu nombre suena,
oh cielo! En tu mansión secreta habita
la Potencia divina que lo llena,
y es el cristal en donde ve infinita
el hombre su mortal naturaleza.
Una tras otra, las generaciones
se arrodillan al pie de tu belleza,
y te brindan, aladas, sus canciones.
Sus efímeros dioses y ellos mismos
pasan igual que un río cuando crece
sin un eco dejar en sus abismos.
Pero tu luz eterna permanece.


(Percy Bysshe SHELLEY)


¿Por qué reí esta noche?


¿Por qué reí esta noche? Ninguna voz lo dice;
ningún dios ni demonio de severa respuesta
se digna replicar desde cielo o infierno.
Así, a mi corazón humano me dirijo:

¡Corazón! Tú y yo estamos aquí tristes y solos;
escúchame: ¿por qué reí? ¡Oh dolor mortal!
¡Oh tiniebla, tiniebla! Siempre habré de gemir
interrogando a Cielo, Infierno y Corazón.

¿Por qué reí? Este plazo de ser que se me ha dado
lleva mi fantasía a sus más altas dichas;
pero acabar querría hoy mismo, a medianoche,

viendo rotas las claras banderas de este mundo:
verso, fama, belleza son mucho, ciertamente,
pero la muerte es más: el premio de la vida.


(John KEATS)

Fantasía del atardecer


Ante su choza en sombra, tranquilo está sentado
el labrador, mientras arde la parca lumbre.
Hospitalariamente resuena al caminante
crepuscular campana por la aldea apacible.

También, acaso vuelven los marinos al puerto
y en lejanas ciudades deja alegre al mercado
su rumor afanoso; bajo emparrado en calma,
íntima brilla la conversación de amigos.

Mas yo, ¿hacia dónde iré? Todos los hombres viven
de premios y trabajos; tras fatiga y descanso
alegre todo está. ¿Por qué nunca se duermen
en este pecho mío la angustia y la zozobra?

En esta tarde azul, la primavera abre,
rosas innúmeras florecen, quieto semeja
el mundo áureo. ¡Oh, llevadme hacia allá,
purpúreas nubes, y que allá arriba

en aire y luz se aneguen mi amor y sufrimiento!
Pero, como ahuyentado por inútil pregunta,
el encanto se va. La noche cae. Y bajo
el cielo, solitario estoy yo, como siempre.

Ven tú, dulce sopor. Anhela demasiado
el corazón; ahora, oh juventud, tú ya
también vas apagándote, soñolienta y tranquila.
Tranquila y reposada es la vejez entonces.


(Friedrich HÖLDERLIN)

Himnos a la noche
(Fragmento)


Profunda tristeza
tiembla en las cuerdas del pecho.
Lejanías del recuerdo,
deseos de juventud,
sueños de la infancia,
cortas alegrías
de toda la larga vida
y vanas esperanzas
acuden con vestiduras grises,
como nieblas de la tarde
a la caída
del sol.
Allá queda el mundo
con sus abigarrados goces.
En otros espacios
la luz alzó
sus aéreos pabellones.
¿Ya no volvería jamás
a sus fieles hijos,
a sus jardines,
a su casa familiar?
Pero, ¿qué es lo que mana
tan fresco y placentero,
tan lleno de presentimientos,
bajo el corazón,
y disipa
la blanda brisa de la tristeza?
¿Tienes tú también
un corazón humano,
oscura noche?
¿Qué es lo que guardas
bajo tu manto,
que, invisiblemente poderoso,
llega hasta mi alma?
Te muestras sólo temible...
Precioso bálsamo
gotea en tu mano,
haz de adormideras.
En dulce embriaguez
despliegas las pesadas alas del corazón.
Y nos regalas alegrías
oscuras e indecibles,
secretas, como tú misma eres;
alegrías que nos dejan
presentir un cielo.
iQué pobre y pueril
se me aparece la luz
con sus pintarrajeadas cosas;
qué gozosa y bendita
la ausencia del día!


(NOVALIS)

Yo amo una flor


Yo amo a una flor, pero ignoro
cuál es esa hermosa flor;
y esa es la fuente de donde
mi desventura brotó.
Todos los cálices miro
para hallar su corazón.

Las flores dan sus perfumes
cuando expira el claro sol;
sus cantos enamorados
al viento da el ruiseñor;
un corazón tan amante
como el mío busco yo;
un corazón tan sensible
como mi fiel corazón.

Triste el ruiseñor eleva
su melancólica voz,
y la dulce melodía
comprendo de su canción.
¡Qué tristes los dos estamos!
¡Qué fatigados los dos!


(Heinrich HEINE )

Al despuntar el alba


Al despuntar el alba, cuando el campo blanquea
partiré, pues conozco, pues sé que tú me aguardas.
Iré por la espesura, iré por las montañas.
Lejos de ti no puedo permanecer más tiempo.

Con la mirada puesta en mis cosas iré.
Sin ver en torno mío, sin oír ruido alguno,
solo, desconocido, las manos a la espalda,
triste, siendo los días para mí como noches.

No miraré ni el oro de la tarde que muere,
ni, a lo lejos, las velas dirigiéndose a Hanfleur,
y pondré a mi llegada, encima de tu tumba,
algo de verde acebo y de brezo florido.


(Victor HUGO )


A sí mismo


Descansarás ahora para siempre,
cansado corazón. Murió el último engaño:
el creerme yo eterno. Murió. Bien siento
que de amados engaños
no sólo la esperanza, hasta el deseo ha muerto.
Reposa para siempre.
Bastante palpitaste. No valen cosa alguna
tus latidos, ni es digna de suspiros la tierra.
Amargura y hastío
es tan sólo la vida, y fango el mundo.
Cálmate. Desespera
ya por última vez. A nuestra especie el hado
sólo le dio el morir. Despréciate a ti mismo,
a la Naturaleza, al horrendo poder
que, oculto, impera para el común daño,
y la infinita vanidad de todo.


(Giacomo LEOPARDI)


Martín Fierro
(Fragmento)



Monté y me encomendé a Dios,
rumbiando para otro pago;
que el gaucho que llaman vago
no puede tener querencia
y ansí, de estrago en estrago,
vive llorando la ausencia.

Él anda siempre juyendo.
Siempre pobre y perseguido;
no tiene cueva ni nido,
como si juera maldito;
porque el ser gaucho ..., ¡barajo!
el ser gaucho es un delito.

Le echan la agua del bautismo
a aquél que nació en la selva.
«Buscá madre que te envuelva»,
le dice el flaire, y lo larga,
y dentra a cruzar el mundo
como burro con la carga.

No tiene hijos, ni mujer,
ni amigos, ni protectores,
pues todos son sus señores,
sin que ninguno lo ampare;
tiene la suerte del güey,
¿y dónde irá el güey que no are?

Él nada gana en la paz,
y es el primero en la guerra;
no lo perdonan si yerra,
que no saben perdonar,
porque el gaucho en esta tierra
sólo sirve pa votar.

Para él son los calabozos,
para él las duras prisiones,
en su boca no hay razones
aunque la razón le sobre;
que son campanas de palo
las razones de los pobres.


(José HERNÁNDEZ)



11. REALISMO Y NATURALISMO

II LA NOVELA

Madame Bovary
Primera parte: Capítulo IX
La novela se divide en tres partes. la primera está dedicada a contar cómo Carlos, ya médico y casado, conoce a Emma, con la que contrae matrimonio al quedar viudo, así como la vida sin alicientes de la pareja. Flaubert hace hincapié especialmente en el análisis psicológico de la joven y en su decepcionante vida conyugal. Sólo la invitación a una fiesta en casa del marqués de Andervilliers aumenta las fantasías de la recién casada.
Después de la cena leía un poco; pero el calor de la estancia, unido a la digestión, le hacía dormir al cabo de cinco minutos; y se quedaba allí, con la barbilla apoyada en las dos manos y el pelo caído como una melena hasta el pie de la lámpara. Emma lo miraba encogiéndose de hombros. ¿Por qué no tendría al menos por marido a uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre; verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Un médico de Yvetot, con quien había coincidido muy recientemente en una consulta, le había humillado un poco en la misma cama de un enfermo, delante de los parientes reunidos. Cuando Carlos le contó por la noche lo sucedido, Emma se deshizo en improperios contra el colega. Carlos se conmovió. La besó en la frente con una lágrima. Pero ella estaba exasperada de vergüenza, tenía ganas de pegarle, se fue a la galería a abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse.
-¡Qué pobre hombre!, ¡qué pobre hombre! -decía en voz baja, mordiéndose los labios.
Por lo demás, cada vez se sentía más irritada contra él. Con la edad, Carlos iba adoptando unos hábitos groseros; en el postre cortaba el corcho de las botellas vacías; al terminar de comer, pasaba la lengua sobre los dientes; al tragar la sopa, hacía una especie de cloqueo y, como empezaba a engordar, sus ojos, ya pequeños, parecían subírsele hacia las sienes por la hinchazón de los pómulos.
Emma a veces le ajustaba en su chaleco el ribete rojo de sus camisetas, le arreglaba la corbata o escondía los guantes desteñidos que se iba a poner; y esto no era, como él creía, por él; era por ella misma, por exceso de egoísmo, por irritación nerviosa. A veces también le hablaba de cosas que ella había leído, como de un pasaje de una novela, de una nueva obra de teatro, o de la anécdota del «gran mundo» que se contaba en el folletón; pues, después de todo, Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre dispuesta. Ella hacía muchas confidencias a su perra galga: se las hubiera hecho a los troncos de la chimenea y al péndulo del reloj.
En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.
Volvió la primavera. Tuvo sofocaciones con los primeros calores, cuando florecían los perales. Desde principios de julio contó con los dedos cuántas semanas le faltaban para llegar el mes de octubre, pensando que el marqués de Andervilliers tal vez daría otro baile en la Vaubyessard. Pero todo septiembre pasó sin cartas ni visitas.
Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, que tenía en el fondo su puerta bien cerrada.
Abandonó la música. ¿Para qué tocar?, ¿quién la escucharía? Como nunca podría, con un traje de terciopelo de manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus dedos ligeros las teclas de marfil, sentir circular como una brisa a su alrededor como un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y el bordado. ¿Para qué? La costura le irritaba.
-Lo he leído todo -se decía. y se quedaba poniendo las tenazas al rojo en la chimenea o viendo caer la lluvia.
¡Qué triste se ponía los domingos cuando tocaban a vísperas! Escuchaba, en un atento alelamiento, sonar uno a uno los golpes de la campana cascada. Algún gato sobre los tejados, caminando lentamente, arqueaba su lomo a los pálidos rayos del sol. El viento, en la carre­tera, arrastraba nubes de polvo. A lo lejos, de vez en cuando, aullaba un perro, y la campana, a intervalos iguales, continuaba su sonido monótono que se perdía en el campo.


Segunda parte: Capítulo IX

La pareja se traslada a un pequeño pueblo, cerca de Ruán, donde hacen nuevas amistades y tienen una niña. Emma intima con León, un joven pasante de abogado, pero su repentina marcha a París la deja de nuevo presa de la soledad y el aburrimiento. Es entonces cuando conoce a Rodolfo, un galán rico, apuesto y experimentado que parece encarnar todas sus fantasías, y se hace su amante.
Y cuando quedó libre de Carlos, Emma subió a encerrarse en su habitación. Al principio notó como un mareo; veía los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y se sentía todavía estrechada entre sus brazos, mientras que se estremecía el follaje y silbaban los juncos.
Pero al verse en el espejo se asustó de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo sutil, esparcido sobre su persona, la transfiguraba. Se repetía: «¡Tengo un amante!, ¡un amante!», deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer, por fin, esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.
El día siguiente pasó en una calma nueva. Se hicieron juramentos. Rodolfo la interrumpía con sus besos; y ella lo contemplaba con los párpados entornados, le pedía que siguiera llamándola por su nombre y que repitiera que la amaba. Esto era en el bosque, como la víspera, en una cabaña de almadreñeros. Sus paredes eran de paja y el tejado era tan bajo que había que agacharse. Estaban sentados, uno junto al otro, en un lecho de hojas secas.
A partir de aquel día se escribieron regularmente todas las tardes. Emma llevaba su carta al fondo de la huerta, cerca del río, en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla allí y colocaba otra, que ella tildaba siempre de muy corta.
Una mañana en que Carlos había salido antes del amanecer, a Emma se le antojó ver a Rodolfo al instante. Se podía llegar pronto a la Huchette, permanecer allí una hora y estar de vuelta en Yonville cuando todo el mundo estuviese aún durmiendo. Esta idea la hizo jadear de ansia, y pronto se encontró en medio de la pradera, donde caminaba a pasos rápidos sin mirar hacia atrás.
Empezaba a apuntar el día. Emma, de lejos, reconoció la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano se recortaban en negro sobre el pálido crepúsculo. Pasado el corral de la granja había un cuerpo de edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si las paredes, al acercarse, se hubieran separado por sí solas. Una gran escalera recta subía hacia el corredor. Emma giró el pestillo de una puerta, y de pronto, en el fondo de la habitación, vio a un hombre que dormía. Era Rodolfo. Ella lanzó un grito.
-¡Tú aquí! ¡Tú aquí! -repetía él-. ¿Cómo has hecho para venir?... ¡Ah, tú vestido está mojado!
-¡Te quiero! -respondió ella pasándole los brazos alrededor del cuello.


Tercera parte: Capítulo VI
Emma le propone a Rodolfo fugarse pero, a última hora, él la abandona y ella cae en la desesperación. Por otra parte, para satisfacer sus caprichos, se va endeudando a espaldas del marido. En un viaje a Ruán tropieza con León.
La tercera parte narra los encuentros de Emma con León, los apremios de la justicia por sus deudas, la angustiosa petición de ayuda a sus conocidos, incluso a Rodolfo, y su suicidio por envenenamiento. Acaba la novela con el descubrimiento de la verdad por Carlos y con su súbita muerte.
Después, reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes extrañas, y que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella. En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla de que su hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura perniciosa, la sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo muy acertado en este asunto. Pasó con él tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos, advertirle del precipicio. Tal intriga dañaría más adelante su despacho. Le suplicó que rompiese, y si no hacía su sacrificio por su propio interés, que lo hiciese al menos por él, ¡Dubocage!
León había jurado, por fin, no volver a ver a Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando lo que aquella mujer podría todavía acarrearle de líos y habladurías, sin contar las bromas de sus compañeros, que se despachaban a gusto por la mañana alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a primer pasante de notaría: era el momento de ser serio. Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta.
Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia en el estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no distinguía.
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplicaban su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
Pero ¿cómo poder desprenderse de él? Por otra parte, por más que se sintiese humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por costumbre o por corrupción, y cada día se enviciaba más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que le obligase a la separación, puesto que no tenía el valor de decidirse a romper.
No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su amante. Pero al escribir veía a otro hombre, a un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus más bellas lecturas, de sus más acuciantes deseos; y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo claramente; hasta tal punto se perdía como un dios bajo la abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el país azulado donde las escalas de seda se mecen colgadas de los balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Después volvía a desplomarse, rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban más que las grandes orgías.
Ahora sentía un cansancio incesante y total. A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o dormir ininterrumpidamente.
El día de Carnaval no volvió a Yonville; por la noche fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca con un lacito en la nuca y un tricornio caído sobre la oreja. Saltó toda la noche al son furioso de los trombones; hacían corro a su alrededor; y por la mañana se encontró en el peristilo del teatro entre cinco o seis máscaras, mujeres de rompe y rasga y marineros, camaradas de León, que hablaban de ir a cenar.
Los cafés de alrededor estaban llenos. Vieron en el puerto un restaurante de los más mediocres, cuyo dueño les abrió, en el cuarto piso, una pequeña habitación. Los hombres cuchicheaban en un rincón, sin duda consultándose sobre el gasto. Había un pasante de notario, dos estudiantes de medicina y un dependiente: ¡qué compañía para ella! En cuanto a las mujeres, Emma se dio cuenta pronto, por el timbre de sus voces, de que debían de ser casi todas de ínfima categoría. Entonces tuvo miedo, retiró hacia atrás su silla y bajó los ojos.
(Gustave FLAUBERT)

III EL CUENTO
Veraneantes
Por el andén de una colonia de veraneo se estaba paseando una pareja de recién casados. Él tenía enlazada a su esposa por el talle, ella se apretaba contra él y ambos eran felices. Por entre unos jirones de nube, la luna los miraba y se enfurruñaba: probablemente sentía envidia y pena por su aburrida e inútil virginidad. El aire inmóvil se hallaba densamente impregnado de aromas de lila y cerezo silvestre.
-¡Qué agradable, Sasha! -decía la esposa-. Todo parece un sueño. ¡Mira qué bosquecillo tan dulce y acogedor! ¡Qué encanto tienen esos firmes y silenciosos postes telegráficos! Dan vida al paisaje, Sasha, y nos dicen que allí, en otro lugar, hay gente... civilización... ¿No te gusta que el viento haga llegar débilmente hasta tus oídos el ruido de un tren en marcha?
-Sí... ¡Pero qué calientes tienes las manos! Es porque te emocionas, Varia... ¿Qué tenemos hoy para cenar?
-Gazpacho y pollo... De la ciudad han traído también para ti sardinas y lomo de esturión cecinado.
La luna se escondió tras una nube, como si hubiera olfateado rapé. La felicidad humana le hizo recordar su soledad, su cama vacía más allá de bosques y valles...
-¡Viene un tren! -dijo Varia-. ¡Qué agradable!
A lo lejos aparecieron tres ojos luminosos. Salió al andén el jefe del apeadero. Entre los rieles comenzaron a refulgir, aquí y allí, las luces de señales.
-Cuando el tren haya pasado, nos iremos a casa -dijo Sasha, bostezando-. ¡Qué felices somos tú y yo, Varia! ¡Tan felices, que hasta parece increíble!
El oscuro espantajo se arrastró silenciosamente hasta el andén y se detuvo. Por las ventanillas semialumbradas de los vagones comenzaron a verse rostros somnolientos, sombreros, hombros...
-¡Viva! ¡Viva! -se oyó exclamar en un vagón-. ¡Varia y su marido han venido a esperamos! ¡Ahí están! ¡Varienka!... ¡Varienka! ¡Eh!
Del vagón saltaron dos niñas, que se colgaron del cuello de Varia. Tras ellas fueron apareciendo una dama gorda, entrada en años, y un señor alto, delgado, de patillas canosas; luego dos colegiales cargados de bultos; tras los colegiales, la institutriz y, tras la institutriz, la abuela.
-¡Aquí nos tienes, amigo mío! -comenzó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano a Sasha-. ¡Ya estarías cansado de esperar, seguro! ¡A lo mejor has estado poniendo bueno a tu tío porque no venía! ¡Kolia, Kostia, Nina, Fifa... hijos! ¡Dad un beso al primo Sasha! Venimos a verte, con toda la pollada, por tres o cuatro días. Espero que no te estorbaremos, ¿eh? Ya sabes, sin cumplidos, ¿eh? Te lo suplico.
Al ver al tío con toda la familia, los esposos se horrorizaron. En la imaginación de Sasha se dibujó el cuadro: él y su mujer cediendo a los huéspedes sus tres habitaciones, las almohadas y las mantas; el lomo de esturión cecinado, las sardinas y el gazpacho desapareciendo en un segundo; los primos arrancando las flores, vertiendo la tinta, vociferando; la tía hablando días enteros de sus enfermedades y de que es baronesa de nacimiento... Y Sasha mira con odio a su joven esposa y le dice al oído:
-¡Es a ti a quien han venido a ver...! ¡Mal rayo los parta!
-No, ¡a ti! -respondió ella, pálida, también con odio y con rabia-. ¡Éstos no son mis parientes, son los tuyos!...
-Y volviéndose a los recién llegados, dijo con amable sonrisa:- ¡Bienvenidos!
Por detrás de la nube otra vez se asomó, flotando, la luna. Parecía sonreír, contenta de no tener parientes. Sasha volvió la cabeza para esconder de los huéspedes su rostro enojado, desesperado, y dijo, esforzándose por dar a su voz una inflexión alegre y cordial:
-¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, queridos huéspedes!
(Antón CHÉJOV)


12. POSROMANTICISMO

I. PARNASIANISMO Y SIMBOLISMO EN FRANCIA
Arte poética


Sea la música antes que todo;
para ello el verso Impar prefiere,
porque es más vago, más vaporoso,
nada de pose, nada que pese.

No te obsesiones en perseguir
esa palabra precisa y justa:
nada más grato que el canto gris
que lo Indeciso a lo Exacto junta.

Son tras un velo unos bellos ojos,
es a la tarde la luz que tiembla,
es en el cielo suave de otoño
un aleteo azul de estrellas.

Así, el Matiz siempre busquemos.
¡Siempre matices, el Color nunca!
Con los matices juntar podemos
sueños con sueños, música y música.

Abandona la Burla asesina,
el cruel Chiste y la Risa impura,
que como el ajo de ruin cocina
al Azul puro los ojos nublan.

A la Elocuencia ve y estrangula,
y harás muy bien en dominar
la Rima fácil, con mano dura.
Si te descuidas, te arrastrará.

¡Ah, cuánto engaño encierra la Rima!
¿Qué niño sordo o qué negro necio
forjó esta joya falsa y sin precio
que suena a hueco bajo la lima?

¡Música ahora y música siempre!
Dos grandes alas pon a tus versos
y abre tu alma para que vuelen
a otros amores, hacia otros cielos.

Tu canto sea la buena nueva
que esparza el viento a la aventura
y que a tomillo y a menta huela.
El resto es todo literatura.


(Paul VERLAINE)

El durmiente del valle


En el hondo verdor canta un arroyo claro,
que espolvorea la hierba de jirones de plata,
en que destella el sol de la agreste montaña.
Es un pequeño valle donde espejean los rayos.

Desnuda la cabeza, boquiabierto, un soldado
joven hunde su nuca en los berros azules;
pálido bajo el cielo, en la hierba acostado,
duerme en su verde lecho, donde llueven las luces.

Los pies entre gladiolos, duerme y sonríe como
reiría soñando el niño más enfermo.
¡Naturaleza, acúnalo con calor! Está helado.

Los perfumes no hacen estremecer su rostro;
duerme al sol, con su mano tranquila sobre el pecho.
Tiene dos agujeros rojos en su costado.


(Arthur RIMBAUD)

Las flores del mal
La poesía
Es constante en Baudelaire la reflexión sobre la esencia, los fines y los medios de la poesía. Ve la Belleza como un Ideal inalcanzable pero que le sirve de consuelo al hombre. El poeta ha de perseguirla estableciendo correspondencias o puentes de unión entre las diversas realidades, para reconstruir la unidad del mundo; sagrada misión que choca con su naturaleza humana, sujeta a las miserias y al pecado.
II
EL ALBATROS



Suelen, por divertirse, los mozos marineros
cazar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen lentamente, indolentes viajeros,
al barco, que navega sobre abismos y azares.

Apenas los arrojan allí, sobre cubierta,
príncipes del azul, torpes y avergonzados,
el ala grande y blanca aflojan como muerta
y la dejan, cual remos, caer a sus costados.

¡Qué débil y qué inútil ahora el viajero alado!
Él, antes tan hermoso, ¡qué grotesco en el suelo!
Con su pipa uno de ellos el pico le ha quemado;
otro imita, renqueando, del inválido el vuelo.

El poeta es igual... Allá arriba en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!



IV
CORRESPONDENCIAS


Naturaleza es templo donde vivos pilares
dejan salir a veces una palabra oscura;
entre bosques de símbolos va el hombre a la ventura,
símbolos que lo miran con ojos familiares.

Igual que largos ecos lejanos, confundidos
en una tenebrosa y profunda unidad,
vasta como la noche y cual la claridad,
se responden perfumes, colores y sonidos.

Así hay perfumes frescos cual mejillas de infantes,
verdes como praderas, dulces como el oboe,
y hay otros corrompidos, estridentes, triunfantes,

de una expansión de cosas infinitas henchidos,
como el almizcle, el ámbar, el incienso, el aloe,
que cantan los transportes del alma y los sentidos.




La mujer
Baudelaire oscila constantemente entre el amor y el odio. la voluptuosidad y el instinto del mal, la belleza y la repulsión..., entre la mujer sensual (que le inspira amor carnal y le sirve de refugio y esperanza) y la abominable (un ser frívolo y siniestro que lo arrastra a la destrucción). Pero no hay contradicción entre ambas, porque hasta la belleza suele encerrar en sí el germen de la aniquilación.

XXIII
LA CABELLERA


¡Oh vellón que se riza casi hasta la cadera!
¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de desvelo!
¡Éxtasis! Porque pueden poblar la alcoba entera
los recuerdos dormidos en esta cabellera,
agitarla en el aire quiero como un pañuelo.

El Asia perezosa y el África abrasada,
todo un mundo olvidado, remoto, se consume
en tus profundidades, floresta perfumada.
Como hay almas que bogan sobre música alada,
la mía, ¡oh amor, amor!, navega en tu perfume.

Yo me iré a donde el hombre, el árbol, el paisaje
desfallecer parecen de ardientes calenturas.
Fuertes trenzas, servidme vosotras de oleaje.
Hay en ti, mar de ébano, la promesa de un viaje
con velas, con remeras y altas arboladuras.

Un puerto rumoroso en donde yo he abrevado
largamente el sonido, el perfume, el color;
en donde los navíos, sobre el moaré dorado
del agua, abren los brazos hacia un cielo soñado,
puro y estremecido del eterno calor.

Con ansias de embriagarme hundiré mi cabeza
en ese negro océano que a otro mar ha encerrado;
mi espíritu sutil, por la onda acariciado,
sabrá recuperaros, ¡oh fecunda pereza!,
balanceo infinito del ocio embalsamado.

¡Oh cabellos sedosos, tinieblas extendidas,
me devolvéis el cielo que en su comba azulea!
En la noche de vuestras guedejas retorcidas
me embriago ardientemente de esencias confundidas,
el aceite de coco, el azmizcle y la brea.

¡Mi mano a esa melena ya por siempre le augura
la ofrenda del rubí, la perla y el zafir
para que a mi deseo nunca te muestres dura!
¿No eres tú cual oasis donde sueño, y la pura
esencia del recuerdo y de lo por venir?




XLIX
EL VENENO



Revestir sabe el vino los augurios peores
de un lujo milagroso,
y hacer surgir un bello pórtico fabuloso
de entre rojos vapores,
igual que un sol de oro en un cielo brumoso.

El opio lo hace todo desvaído, ilimitado
hasta la infinidad;
ahonda en el tiempo, y a la voluptuosidad
le da un placer cansado;
colma el alma por cima de su capacidad.

Mas todo eso no vale el veneno vertido
por tu verde mirada,
lago donde mi espíritu se refleja invertido...
Mis sueños han bebido
en el amargo pozo de tus ojos, amada.

Todo ello no vale ese placer nefando
que tu saliva vierte,
y me hunde en el olvido, y mi alma pervierte
mientras la va arrastrando,
desfallecida, a las riberas de la muerte.



La ciudad
Baudelaire es el poeta de la gran ciudad, con sus luces, su gentío, sus ambientes nocturnos, sus lujos y sus miserias. Sus descripciones no son realistas, sino simbólicas: la imagen de su propia alma, que comparte con los transeúntes más desvalidos sus dolores y su soledad.

LXXXVII
EL SOL


Por el viejo arrabal con casuchas, persianas
que ocultan la lujuria, salgo por las mañanas
cuando el sol ya redobla en los techos amigos,
sobre muros y huertos, sobre campos y trigos,
a ejercitar a solas mi fantástica esgrima
husmeando en los rincones del azar y la rima,
y tropezando a veces como en el empedrado
para encontrar el verso largo tiempo soñado.

Este padre nutricio, que odia enfermizas cosas,
en los campos despierta los versos y las rosas,
hace que las zozobras se evaporen con él
y llena las colmenas y las almas de miel.
Rejuvenece a quienes se apoyan en muletas,
haciéndolos alegres como chicas coquetas,
y a las mieses ordena madurar y crecer...
¡Corazón inmortal, siempre has de florecer!

Cuando, como el poeta, desciende a las ciudades,
ennoblece hasta las más viles realidades,
y como un rey, sin séquitos ni músicas marciales,
se entra por los palacios y por los hospitales.




XCIII
A UNA TRANSEÚNTE


La calle aturdidora en torno mío aullaba.
Alta, fina, de luto, color majestuoso,
se cruzó una mujer. Con un gesto precioso
recogía la blonda que la brisa agitaba.

y era ágil, noble, con su pierna de escultura.
Yo bebí en el instante, embriagado y crispado,
en su pupila -cielo de tormenta preñado-
placer mortal y a un tiempo fascinante dulzura.

Un relámpago ... ¡y noche! Fugitiva beldad
cuya mirada me ha hecho de pronto renacer,
¿no he de volver a verte sino en la eternidad?

¡Lejos, lejos..., o tarde..., cuando no pueda ser!
Pues dónde voy no sabes, ni yo sé adónde huiste,
¡tú, a quien yo hubiera amado, tú, que lo comprendiste!




El Mal. El spleen
Baudelaire cree en el Ideal, pero también en el poder universal del Mal. La persona no puede escapar de su naturaleza humana, que la arrastra hacia lo más bajo. Su condición de poeta satánico y blasfemo nace de su rebeldía ante quien nos condenó a ello. Y su spleen, su abatimiento, tiene su origen también en esa desigual lucha entre el Ideal imposible y el Mal inevitable.

CXVIII
LA NEGACIÓN DE SAN PEDRO


¿Qué piensa Dios de esa ola terrible de anatemas
que hasta sus serafines ascienden cada día?
Como un tirano ahíto de manjares y vinos,
él de nuestras blasfemias oye las letanías.

Los sollozos del mártir y del ajusticiado
son una sinfonía, a no dudar, magnífica,
pues no obstante la sangre que cuesta a los humanos,
los cielos no se cansan de escuchar su delicia.

¡Ah, Jesús, no te olvides de la noche del huerto!
En tu simplicidad, orabas de rodillas
ante aquél que en el cielo, al ruido de los clavos
que en tus pies y tus manos clavaban, sonreía.

Cuando viste a la crápula de soldados borrachos
que a tu divinidad suciamente escupían;
cuando en esa cabeza, que es también la del hombre,
sentiste que se hundía la corona de espinas;

cuando tu cuerpo, débil y roto al desgajarse,
quebrada la cintura, tus brazos distendía;
y el sudor y la sangre corrían por tu frente,
y un «¡Perdónalos, padre!» era tu boca lívida,

¿recordabas los días luminosos, ¡tan bellos!,
en que fiel a la eterna promesa aparecías
hollando los caminos, alfombrados de flores,
de palmas, de ramajes, en una mansa asnilla?;

¿dónde, inflamado el pecho de valor y esperanza,
los viles mercaderes esgrimir te veían
el látigo? ¿Sentiste, antes que la lanzada
hiriendo tu costado, que algo te remordía?

Cierto; yo, por mi parte, gustoso dejaré
un mundo en que el vivir y el soñar no armonizan.
¡Pudiera usar la espada y morir por la espada!
¡San Pedro renegó de Jesús... , bien hacía!




LXXVIII
SPLEEN



Cuando el cielo caído pesa como una losa
sobre el gimiente espíritu sumido en su letargo,
y el horizonte es una terrible cosa
que hace eterna la noche y el día más amargo;

cuando el mundo es igual que un calabozo frío
donde, como un murciélago a ciegas, bate el ala
la esperanza en el muro, y se cuelga el hastío
de los techos podridos, y la llovizna cala

las paredes, dejando esos largos regueros
que semejan las rejas de una vasta prisión,
y cuando las arañas de alfileres arteros
van tejiendo su tela en nuestro corazón,

hay campanas que empiezan a sonar de repente,
lanzando hacia los cielos sus fúnebres clamores,
como gentes sin patria que van eternamente
gritando su desdicha, su angustia, sus dolores.

Carrozas funerales, en marcha silenciosa,
desfilan por mi alma en lenta procesión;
la esperanza vencida, la angustia victoriosa
clavan sobre mi cráneo su negro pabellón.





El viaje
El tema más característico de Baudelaire es el del viaje: un deseo de fuga radical, metafísica, que intenta a través del alcohol, las drogas, el sexo, la vida bohemia... Disconforme con la realidad, aspira a vivir en una "idealidad” apenas entrevista, libre de angustia, de culpa y de pecado. Pero nada le lleva a ese paraíso y su último recurso a la huida está en la Muerte, que él ve como una eternidad que ignora lo perecedero.


LXIX
LA MÚSICA


Hay veces que la música me absorbe como el mar.
Dejando blanca estela,
con bruma o con luceros me lanzo a navegar...
¡Tendida va la vela!

Adelantando el pecho, de aire y de yodo henchido,
en medio de la noche, por las olas mecido,
navego descuidado.
y me siento vibrar con todas las pasiones
lo mismo que un navío;
el viento favorable, la calma, los ciclones
son igual que una cuna sobre el abismo inmenso.
Tan quieto el mar a veces se queda que yo pienso
que es el espejo de mi hastío.




CXXV
EL SUEÑO DE UN CURIOSO



¿Conoces, como yo, la tortura gustosa,
Y haces decir de ti: «¿Oh, qué hombre singular?»
Yo iba a morir. Y aquello en mi alma amorosa
era atracción y miedo, huir y desear.

Angustia y esperanza, indefinible cosa.
En el reloj de arena la hora iba a llegar;
mi tortura se hacía áspera y deliciosa.
Mi corazón perdía su mundo familiar.

Yo estaba como el niño lleno de expectación
que está esperando que se levante el telón...
Y al fin se reveló la verdad dura y fría:

estaba muerto y la terrible aurora
me circundaba. ¿Cómo? ¿No había más ahora?
Estaba alto el telón y la escena vacía.


(Charles BAUDELAIRE)



II. LA POESÍA EN OTROS PAÍSES
Hojas de hierba
Dije que el alma no es más que el cuerpo,
y dije que el cuerpo no es más que el alma,
y que nada, ni Dios, es más que uno mismo.

Quien camina una milla sin amor, se dirige a su propio funeral, envuelto en su propia mortaja;
y yo y tú, sin tener un centavo, podemos comprar lo más precioso de la tierra,
y la mirada de unos ojos o una arveja en su vaina confunden la sabiduría de todos los tiempos,
y no hay oficio ni profesión en los cuales el joven que los sigue no pueda ser un héroe,
y no hay cosa tan frágil que no sea el eje de las ruedas del universo,
y digo a cualquier hombre o mujer: Que tu alma esté serena y en paz ante millones de universos.

y digo a la Humanidad: No hagas preguntas sobre Dios,
Porque yo, que pregunto tantas cosas, no hago preguntas sobre Dios.
(No hay palabras capaces de expresar mi seguridad ante Dios y la muerte.)

Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo más mínimo,
Ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso que yo mismo.

¿Por qué desearía yo ver a Dios mejor que en este día?
Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y en cada uno de sus minutos,
En el rostro de los hombres y de las mujeres veo a Dios, y en mi propio rostro en el espejo;
Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle y su firma en cada una,
y las dejo donde están porque sé que dondequiera que vaya,
Otras llegarán puntualmente.
(Walt WHITMAN)

Versos sencillos


Yo soy un hombre sincero
de donde crece la palma,
y antes de morirme quiero
echar mis versos del alma.

Yo vengo de todas partes,
y hacia todas partes voy:
arte soy entre las artes,
en los montes, monte soy.

Oculto en mi pecho bravo
la pena que me lo hiere:
el hijo de un pueblo esclavo
vive por él, calla y muere.

Yo sé de un pesar profundo
entre las penas sin nombres:
¡La esclavitud de los hombres
es la gran pena del mundo!

Con los pobres de la tierra
quiero yo mi suerte echar:
el arroyo de la sierra
me complace más que el mar.

Mi verso es de un verde claro
y de un carmín encendido:
mi verso es un ciervo herido
que busca en el monte amparo.

Mi verso al valiente agrada:
mi verso, breve y sincero,
es del vigor del acero
con que se funde la espada.

Mi verso es como un puñal
que por el puño echa flor;
mi verso es un surtidor
que da un agua de coral.


(José MARTÍ)



III. LA NOVELA INGLESA
La línea de sombra
Ante todo me extrañó mi estado de ánimo. ¿Por qué no me sentía más sorprendido? ¿Por qué? En un abrir y cerrar de ojos me veía investido de un mando, y no del modo habitual, sino casi por arte de magia. Debía estar mudo de asombro, pero no. Era como esos personajes de los cuentos de hadas, a los que nada sorprende. Cenicienta, por ejemplo, no se admira cuando una carroza de gala, perfectamente equipada, surge de una calabaza, para conducirla al baile. Muy tranquila, sube a la carroza y parte hacia su encumbrado destino.
Como si de un cuento de hadas se tratase, el capitán Ellis, esa especie de hada feroz, había extraído del cajón de su escritorio un nombramiento de capitán. Pero un mando es una idea abstracta, y me pareció una maravilla de segundo orden hasta que, como un relámpago, me percaté de que implicaba la existencia concreta de un barco.
¡Un barco! ¡Mi barco! Aquel barco me pertenecía; su posesión y su custodia me concernían más que ninguna otra cosa en el mundo; sería objeto de mi responsabilidad y de mi devoción. Me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz -como una princesa encantada- de moverse, de vivir, de recorrer el mundo mientras yo no apareciese. Su llamada me había llegado del cielo. Jamás había sospechado yo su existencia; ignoraba su aspecto. Apenas había oído su nombre y, sin embargo, ya estábamos indisolublemente unidos para compartir el futuro, destinados a hundimos o a navegar juntos.
Una súbita pasión, hecha de ávida impaciencia, corrió por mis venas y provocó en mí la sensación, que no he vuelto a experimentar con tal brío, de la intensidad de la vida. Descubrí hasta qué punto era yo un marino, de corazón, de pensamiento y, por así decido, físicamente; un hombre consagrado al mar y a los barcos, para quien el mar era el único mundo que contaba, y los barcos la piedra de toque de la virilidad, del temperamento, del valor y la felicidad..., y del amor.
(Joseph CONRAD)



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Nuestro teatro - Viento triste (2013)