III. EDAD MODERNA
7. RENACIMIENTO Y BARROCO (siglos XVI y XVII)
I. LA
POESÍA
Soneto a Helena
Cuando
seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor
de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás
estos versos y dirás deslumbrada:
Me los
hizo Ronsard cuando yo era más bella.
No habrá
entonces sirvienta que, al oír tus palabras,
aunque ya
doblegada por el peso del sueño,
cuando
suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga
tu nombre, inmortal por la gloria.
Yo seré
bajo tierra descarnado fantasma
y a la
sombra de mirtos tendré ya mi reposo;
para
entonces serás una vieja encorvada
añorando
mi amor, tus desdenes llorando.
Vive
ahora, no aguardes a que llegue el mañana,
coge hoy
mismo las rosas que te ofrece la vida.
(Pierre RONSARD)
II. LA
NOVELA Y EL ENSAYO
Elogio de la locura
Capítulo XIII
En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del
hombre es con mucho la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los
niños para que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los
enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la
prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el
halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros y los
beneficios de sus [34] protectores? Luego, la
juventud, que sucede a esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta
solicitud la ayudan todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se
tiende una mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto
de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez
tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan
a cobrar prudencia por obra de la experiencia y del estudio, descaece la
perfección de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les
disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van viviendo,
hasta que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los demás, sino para
sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría tolerarla si yo, compadecida
nuevamente de tan grandes trabajos, no les echase una mano, y al modo como los
dioses de que hablan los poetas suelen socorrer con alguna metamorfosis a los
que están apurados, así yo, cuando les veo próximos al sepulcro, les devuelvo a
la infancia dentro de la medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela
considerar como niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me
valgo para la transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de
nuestro río Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el infierno sólo
discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando el
agua del Olvido, se enniñezcan y se les disuelvan las preocupaciones del alma.
Se dirá que no todo queda en esto, sino que, además, pasan a divagar y bobear.
Concedo que sea así, pero el infantilizarse no consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños el divagar y el
tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el hecho de que carezcan
de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como cosa monstruosa a un niño
dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el
vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un
viejo que a su enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y
acritud de juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole delirar, y
esta divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables
preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un agradable compañero de
bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas puede sobrellevar la
edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano de Plauto, vuelva
los ojos a aquellas tres letras de A. M. O. Sería desgraciadísimo si conservase
la noción de las cosas, pero mientras tanto, gracias a mi favor, el viejo es
feliz, grato a los amigos y no tiene nada de bobalicón ni de inepto para las
fiestas. Abunda en mi favor que en Homero se vea cómo de la boca de Néstor
fluía una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era amarga y
los ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas dejaban
escuchar apacibles palabras.
Según este criterio, los viejos superan a la misma
infancia, edad ciertamente placentera, pero inmatura y desprovista del
principal halago de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que los
ancianos disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se
deleitan con los [36] viejos, «pues Dios se
complace en reunir a cada cosa con su semejante».
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos
están más arrugados y cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro,
la boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche, el
balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión, y, en
suma, en todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a
la senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta que, al modo de
ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de morir.
(Erasmo de ROTTERDAM)
Utopía
Aunque no son muchos los que en cada ciudad se dedican
únicamente al estudio libres de los demás cuidados, con todo son muchísimos los
que desde sus primeros años, por su buen natural, agudeza de ingenio, y ánimo
inclinado al estudio, se instruyen en las buenas letras. Y no solamente los
hombres, sino también las mujeres, durante el transcurso de su vida dedican al
estudio gran parte de las horas libres de sus labores profesionales.
Toda la enseñanza se da y se recibe en su propio idioma
natural, que interpreta sus sentimientos y estados de ánimo mejor que cualquier
otro.
De todos los filósofos célebres en todo el orbe
conocido por nosotros no tenían noticia, ni de ninguno de ellos les había
llegado la fama hasta ahora, al llegar nosotros a la Isla. A pesar de esto, en
la Música, en la Dialéctica, en la Aritmética y en la Geometría están
prácticos, y con una suficiencia análoga a la de nuestros mayores.
En el curso de las estrellas y movimientos de los
astros son muy prácticos, y han construido instrumentos de formas diversas con
los que miden con exactitud los movimientos del Sol, de la Luna, y de las
Estrellas en el horizonte.
No aprecian las conjunciones y oposiciones de los
astros en relación con los acontecimientos felices o adversos, ni la
astrología, ni las adivinaciones, que estiman engañadoras o burladoras. Por la
experiencia de muchos siglos conocen ciertos fenómenos que con anticipación les
señalan los vientos, las lluvias y sequías, y demás mudanzas del tiempo. Pero
acerca de las causas y orígenes del mundo y de sus fenómenos, los hay que dan
razones parecidas a las de nuestros filósofos antiguos, y lo mismo que ocurría
con aquéllos, hay opiniones para todos los gustos.
En cuanto a la Filosofía Moral tratan de los. mismos
temas que nosotros referentes al hombre, pero su tema primero y principal
consiste en examinar la felicidad del hombre, y si ésta estriba en una sola
cosa o en varias. Se inclinan más de lo justo en creer que la felicidad del
vivir consiste en el deleite, y se sirven para esto de la Religión, que para
ellos es grave y severa.
Sus fundamentos son que el alma es inmortal, creada por
la bondad de Dios para la bienaventuranza; que existen premios para la virtud y
buenas obras de los hombres, así como castigos para las maldades. Aunque esto
es lo que enseña su Religión, estiman que para creerlo, o no, hay que
concordarlo con la recta razón.
Si no se tienen estos principios, afirman, que no habrá
nadie tan necio que no busque su placer, aunque sea por medios injustos,
advirtiendo solamente que un placer menor no sea impedimento para un placer
mayor, o que lo ejecute y goce con él de manera que después no tenga que
arrepentirse.
(Tomás MORO)
III EL
TEATRO
Hamlet
HAMLET.- Pero, de
verdad, Horacio, ¿qué te ha traído a Wittenberg?
HORACIO.- Señor, he
venido a asistir a los funerales de vuestro padre.
HAMLET.- Por favor,
no te burles de mí, compañero. Yo creo que ha sido a las bodas de mi madre.
HORACIO.-
Verdaderamente, señor, que han venido poco tiempo después.
HAMLET.- ¡Economía,
Horacio, economía! Los manjares cocidos
para el banquete del duelo sirvieron de fiambres en la mesa nupcial. ¡Quisiera
haberme hallado en el cielo con mi más entrañable enemigo antes de haber
presenciado semejante día, Horacio! ¡Mi padre!... ¡Me parece que veo a mi padre!...
HORACIO.- ¡Oh!
¿Dónde, señor?
HAMLET.- ¡En los
ojos de mi alma, Horacio!
HORACIO.- Yo le vi
una vez. ¡Era un gran rey!
HAMLET.- ¡Era un
hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante!
HORACIO.- Señor,
creo haberle visto anoche.
HAMLET.- ¿Visto? ¿A
quién?
HORACIO.- Al rey,
vuesto padre, señor.
HAMLET.- ¡Al rey,
mi padre!
HORACIO.- Contened
un instante vuestro asombro y prestadme oído atento, mientras, con el
testimonio de estos caballeros os relato el prodigio.
HAMLET.- ¡Por amor
de Dios, que te oiga!
HORACIO.- Dos
noches seguidas, hallándose de guardia estos caballeros, Marcelo y Bernardo, en
la quietud sepulcral de la medianoche, tuvieron este encuentro. Una figura
idéntica a vuestro padre, perfectamente armada de punta en blanco, se les puso
delante, y con andar solemne pasó con lentitud y majestuosidad por su lado.
Tres veces le han visto desfilar ante sus ojos, atónitos y sobrecogidos de
terror, a la distancia del bastón de mando que empuñaba, mientras ellos, reducidos
casi a gelatina por la acción del miedo, permanecieron mudos y no se atrevieron
a hablarle. Esto es lo que con medroso misterio me comunicaron, y a la tercera
noche hice con ellos la guardia; allí, justamente a la misma hora y en la misma
forma que me lo indicaron, presentóse la aparición, resultando ciertas y
exactas sus palabras. ¡Yo conocí a vuestro padre! ¡No son más semejantes estas
manos!
HAMLET.- Pero ¿en
dónde fue eso?
MARCELO.- Señor, en
la explanada donde hacíamos la guardia.
HAMLET.- ¿Y no le hablaste?
HORACIO.- Sí,
señor; pero no me dio respuesta alguna. Sin embargo, me pareció una vez que
alzaba la cabeza y hacía un ademán como si fuese a hablarme; pero en aquel
preciso momento lanzó el gallo matutino su voz aguda, y, a su canto, la sombra,
estremecida, huyó precipitadamente y se desvaneció ante nuestra vista..
HAMLET.- ¡Es muy
extraño!
HORACIO.- ¡Tan
cierto como vivo, mi honorable señor, que esta es la pura verdad, y hemos
creído de imprescindible deber el instruirnos de ellos!
HAMLET.- En verdad,
en verdad, señores, que esto me inquieta... ¿Estáis esta noche de guardia?
MARCELO Y
BERNARDO.- Estamos, señor.
HAMLET.- Haré
guardia esta noche; quizá se aparezca de nuevo.
HORACIO.- De
seguro.
HAMLET.-¡Si adopta
la figura de mi noble padre, le hablaré, aunque el infierno abra rugiendo su
boca y me mande callar! Os ruego a todos que si hasta ahora habéis ocultado
esta visión, sigáis teniéndola en el mayor secreto, y cualquier cosa que esta
noche ocurra la confiéis al pensamiento, pero no a la lengua. Yo sabré
corresponder a vuestro afecto. Conque adiós. Entre once y doce iré a veros a la
explanada.
TODOS.- Nuestros
respetos a Vuestra Alteza.
HAMLET.- Vuestra
amistad, como la mía a vosotros. ¡Adiós! (Salen todos nienos Hamlet.) ¡El
espíritu de mi padre en armas!... ¡Esto no va bien!... ¡Sospecho alguna mala
pasada!... ¡Quisiera que hubiese llegado ya la noche!... ¡Hasta entonces,
silencio, alma mía! ¡Los actos criminales surgirán a la vista de los hombres,
aunque los sepulte toda la tierra! (Sale.)
Acto III Escena 1ª
El espectro de su padre, asesinado por su
hermano Clatidio, que ha heredado el trono, y por su esposa, que se ha casado
con el usurpador, se le aparece a Hamlet y le incita a vengarse. Pero Hamlet es
un irresoluto y la tarea se le hace difícil. Para ocultar sus designios y en
espera de la ocasión propicia, se finge loco, lo que afecta a las relaciones
con su prometida Ofelia.
HAMLET.- (Entra.)
¡Ser o no ser: he aquí el problema! ¿Qué es mejor para el espíritu: sufrir
los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra un
piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir....
dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a
los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí
un término devotamente apetecible! ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez
soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el
considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos
hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da
existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y
desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las
congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del
poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando
uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría
llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no
fuera por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos
confines no vuelve a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra
voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que
lanzarnos a otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos nosotros
unos cobardes; y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los
pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e
iniportancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener nombre
de acción... Pero ¡silencio!... ¡La hermosa Ofelia! Ninfa, en tus plegarias
acuérdate de mis pecados.
OFELIA.- Querido
señor, ¿cómo le va a Vuestra Alteza después de tantos días?
HAMLET.- Mis más
humildes gracias; bien, bien, bien.
OFELIA.- Señor,
conservo de vos algunos recuerdos que tiempo ha deseaba restituiros. Os ruego
que los admitáis ahora.
HAMLET.- No; yo no;
nunca te he dado cosa alguna.
OFELIA.- Mi
respetable señor, sabéis muy bien que sí, y acompañando vuestras dádivas con
frases de tan dulce aliento, que las hacían mucho más preciosas. Perdido su
perfume, tomadlas de nuevo: porque para un corazón noble los más ricos dones
tórnanse mezquinos cuando ya el donador no muestra afecto. ¡Ahí los tenéis,
señor!
HAMLET.- ¡Ja, ja!
¿Eres honesta?
OFELIA.- ¡Señor!
HAMLET.- ¿Eres
hermosa?
OFELIA.- ¿Qué
quiere decir Vuestra Señoría?
HAMLET.- Que si
eres honesta y hermosa, tu honestidad no debiera admitir trato con tu
hermosura. OFELIA.- Señor, ¿podría tener la hermosura mejor comercio que con la
honestidad?
HAMLET.-
Evidentemente; porque el poder de la hermosura convertirá a la honestidad en
una alcahueta mucho antes que la fuerza de la honestidad transforme la
hermosura a su semejanza. En otro tiempo era esto una paradoja, pero en la edad presente es cosa probada.
¡Yo te amaba antes, Ofelia!
OFELIA.- En verdad,
señor, así me lo hicisteis creer.
HAMLET.- Pues no
debieras haberme creído; porque la virtud no puede injertarse en nuestro viejo
tronco sin que nos quede de él algún mal resabio. ¡Yo no te amaba!
OFELIA.- Tanto
mayor ha sido mi decepción.
HAMLET.- ¡Vete a un
convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? Yo soy medianamente bueno
y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que más valiera que mi madre no me
hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso, vengativo, con más
pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos, fantasía para darles
forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿Por qué han de existir individuos
como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Todos somos unos
bribones rematados; no te fíes de ninguno de nosotros. ¡Vete, vete a un
convento!... ¿Dónde está tu padre?
OFELIA.- En casa,
señor.
HAMLET.- Pues que
le cierren bien las puertas para que no haga en ninguna parte el bobo sino en
su propia casa. ¡Adiós! (Aléjase unos pasos y vuelve luego hacia
Ofelia.)
OFELIA.- ¡Oh,
ayudadle, cielos piadosos!
Acto V, Escena 1ª
Hamlet pide a una compañía de actores ambulantes
que representen una obra en la que un rey es envenenado por su propio hermano,
lo que saca fuera de sus casillas a su tío Claudio. Durante una agria discusión
con su madre, Hamlet mata al padre de Ofelia, entrometido cortesano que estaba
escondido tras un tapiz. El rey exilia a Hamlet y ordena su muerte, pero el
plan se malogra. Después de breve ausencia, regresa con su amigo Horacio y
ambos entran en un cementerio.
SEPULTURERO.- (Canta.)
Cuando era joven y amaba, y amaba,
muy dulce todo me parecía
para matar el tiempo, ¡oh!, el tiempo que pasaba,
aunque con él, ¡oh! nada bueno me venía,
HAMLET.- ¿No tendrá
ese hombre conciencia de su oficio, que canta mientras abre una fosa?
HORACIO.- La
costumbre le ha familiarizado con la tarea.
HAMLET.- Así es,
justamente; la mano que menos trabaja es la que tiene el tacto más suave.
SEPULTURERO.-
(Canta.)
Pero la edad, con sus arteros pasos,
en su red me ha cogido,
hundiéndome en la tierra
cuando de tierra fabricado he sido.
(Saca una
calavera.)
HAMLET.- Esa
calavera tenía lengua y podía en otro tiempo cantar. ¡Cómo la tira contra el
suelo ese bribón, como si fuera la quijada con que Caín cometió el primer
asesinato!... Y la que está manoseando ahora ese bruto acaso sea la cholla de
un político, de un intrigante que pretendía engañar al mismo Dios. ¿No es
posible?
HORACIO.- Bien
podría ser, señor.
HAMLET.- O tal vez
la de un cortesano que sabía decir. «¡Felices días, amable señor!» «¿Cómo
estáis, mi querido señor?» Éste podría ser el señor de Tal, que hacía elogios
del caballo del señor de Cual, para pedírselo prestado después. ¿No es verdad?
HORACIO.- Sí,
señor.
HAMLET.- ¡Vaya si
lo es! Y ahora está en poder del señor Gusano, descarnada la boca y aporreados
los cascos por el azadón de un sepulturero. ¡He aquí una linda mudanza, si
tuviéramos penetración bastante para verla! ¿Tan poco costó la formación de
esos huesos, que no sirven sino para jugar a los bolos? Los míos me duelen de sólo pensarlo.
SEPULTURERO.-
(Canta.)
Un pico y un azadón,
un azadón y una sábana;
¡Oh!, y un hoyo cavado en tierra
a tal huésped bien le cuadra.
(Saca otra
calavera.)
HAMLET.- He aquí
otra. ¿Por qué no podría ser la calavera de un abogado? ¿Dónde están ahora sus
sutilezas y distingos, sus argucias, subterfugios y artimañas? ¿Cómo sufre
ahora que ese grosero ganapán le dé con su pala inmunda en la mollera, sin
atreverse a lanzar contra él una querella por lesiones? ¡Hum! Éste sería en su
tiempo un gran comprador de tierras, con sus hipotecas, sus resguardos, sus
fines, sus dobles garantías y sus cobranzas. ¿Será acaso el fin de sus fines y
el cobro de sus cobranzas el tener su fino testuz relleno de lodo fino? ¿Por
ventura todas sus garantías, por dobles que sean, le garantizarán de sus
compras algo más que lo largo y lo ancho de un par de escrituras? Los solos
títulos de propiedad de sus tierras cabrían apenas en esta caja; y el heredero
mismo no debe tener más, ¿eh?
HORACIO.- Ni un
ápice más, señor.
HAMLET.- ¿No se
hace de piel de carnero el pergamino?
HORACIO.- Ciertamente,
señor; y también de piel de ternero.
HAMLET.- Pues
solemnes carneros y terneros son los que fundan su felicidad en semejante cosa.
Voy a hablar a este individuo (Al Sepulturero.) ¿De quién es esa fosa,
compadre?
SEPULTURERO.- Mía,
señor. (Canta.)
¡Oh!, y un hoyo cavado en tierra
a tal huésped bien le cuadra.
HAMLET.- Sí; ya me
figuro que es tuya, puesto que estás dentro de ella. Pero es para los muertos,
no para los vivos; por tanto, mientes. ¿Para qué hombre cavas esa fosa?
SEPULTURERO.- Para
ningún hombre, señor.
HAMLET.- Bueno,
¿para qué mujer?
SEPULTURERO.- Para
ninguna, tampoco.
HAMLET.- ¿Pues
quién ha de ser enterrado en ella?
SEPULTURERO.- Una
que fue mujer, señor; pero que en paz descanse, pues ya ha muerto.
HAMLET.- (A Horacio.)
¡Qué categórico es el truhán! Hablémosle clara y sencillamente porque si
no, es capaz de confundirnos a equívocos. ¡Por Dios! Horacio, de tres años acá
lo he venido observando: nuestro siglo se refina de tal modo que la punta del
pie del rústico llega tan cerca del talón del cortesano, que le desuella los
sabañones.
SEPULTURERO.- Aquí
tenéis una calavera que ha estado debajo de tierra veintitrés años. HAMLET.-
¿De quién era?
SEPULTURERO.- De un
mentecato hideputa. ¿De quién diríais?
HAMLET.- ¡Qué se
yo!
SEPULTURERO.- ¡Mala
peste le confunda! ¡Loco tunante! Un día me echó por el cogote una botella de
vino del Rin... Pues, señor, esta misma calavera que aquí veis es de Yorick, el
bufón del rey.
HAMLET.- ¿Ésa?
SEPULTURERO.- Esta
misma.
HAMLET.- Deja que
la vea. (Cogiéndola.) ¡Ah, pobre Yorick! Yo le conocí, Horacio; era un
hombre de una gracia infinita y de una fantasía portentosa. Mil veces me llevó
a cuestas, y ahora, ¡qué horror siento al recordarlo!, a su vista se me
revuelve el estómago. Aquí pendían aquellos labios que yo he besado no sé
cuántas veces. ¿Qué se hizo de tus chanzas, tus piruetas, tus canciones, y de
aquellos chistes que hacían prorrumpir en una carcajada a toda la mesa? Ahora,
falto ya enteramente de músculos, no puedes reírte ni de tu propia mueca. ¿Qué
haces ahí con la boca abierta? Ve al tocador de mi dama y dile que, aunque se
ponga un dedo de afeite, ha de venir forzosamente a esta linda figura. Prueba a
hacerla reír con eso. (A Horacio.) Dime una cosa, por favor, Horacio.
HORACIO.- ¿Cuál es,
señor?
HAMLET.- ¿Crees tú
que Alejandro tendría este aspecto bajo tierra?
HORACIO.- El mismo,
justamente.
HAMLET.- ¿Y olería
de este modo? ¡Puaf! (La tira.)
HORACIO.- Del mismo
modo, señor.
HAMLET.- ¡En qué
abatimiento hemos de parar, Horacio!... Pero ¡silencio, silencio! Apartémonos;
aquí llega el rey... (Entran en procesión sacerdotes, precediendo al
cadáver de Ofelia, y siguiéndolo, Laertes y los del duelo, el Rey y la
Reina, con sus respectivos séquitos.) y la reina, y la Corte. ¿A quién
sigue ese duelo? ¡Y con ceremonial tan deficiente! Está claro que el difunto al
que siguen puso fin a su vida con mano desesperada. Y era persona de calidad.
Agachémonos un rato y observemos.
LAERTES.- (Al Sacerdote.)
¿Qué otra ceremonia falta?
HAMLET.- (A Horacio.)
Aquél es Laertes, un joven nobilísimo. Observemos.
LAERTES.- ¿No hay
otra ceremonia?
SACERDOTE.- Sus
exequias se han celebrado con toda la amplitud que el caso permitía. Su muerte
fue sospechosa, y a no ser por aquella orden superior hubiera sido depositada
en tierra profana hasta la trompeta del Juicio Final, y en vez de piadosas
preces, tan sólo escombros, piedras y guijarros se habrían arrojado sobre ella.
No obstante, se le ha concedido un rocío de flores y sus coronas virginales, y
el ser conducida a la última morada con servicio fúnebre y doble de campanas.
LAERTES.- ¿Nada más
debe, pues, hacerse?
SACERDOTE.- Nada
más. Profanaríamos los ritos funerales si cantáramos para ella el descanso
eterno, como se hace con las almas que mueren en el Señor.
LAERTES.- ¡Colocadla
en tierra, y que de su bella e inmaculada carne broten fragantes violetas! Y a
ti, cura brutal, he de decirte que mi hermana será un ángel mediador en el
Cielo mientras tú estés aullando en el abismo.
HAMLET.- ¡Cómo! ¡La
hermosa Ofelia!
REINA.- (Esparciendo
flores sobre el cadáver) ¡Flores sobre la flor! ¡Adiós! Yo esperaba que
fueras la esposa de mi Hamlet; con esas flores pensaba, dulce doncella, cubrir
tu lecho nupcial y no esparcirlas sobre tu sepultura.
LAERTES.- ¡Oh! Que
un triple desastre caiga, diez veces triplicado, sobre la maldita cabeza de
aquél cuyo inicuo crimen te enajenó de tu privilegiado entendimiento (A los
Sepultureros.) No echéis tierra todavía; esperad que la estreche una vez
más entre mis brazos.
(William SHAKESPEARE)
Ofelia, perdida la razón, ha muerto ahogada en
un riachuelo. Laertes, su hermano, quiere vengarse de Hamlet, al que considera
culpable. En un combate de esgrima aparentemente amistoso, el rey envenena la
punta de la espada de Laertes y la copa donde espera que beba Hamlet. Pero nada
sale bien: ambos contendientes intercambian las espadas y resultan heridos de
muerte y es la reina la que bebe en la copa envenenada. A punto de morir,
Hamlet atraviesa al rey con su espada. Así acaba la tragedia.
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