III. EDAD MODERNA
7. RENACIMIENTO Y BARROCO (siglos XVI y XVII)
I. LA POESÍA
Soneto a Helena
Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos versos y dirás deslumbrada:
Me los hizo Ronsard cuando yo era más bella.
No habrá entonces sirvienta que, al oír tus palabras,
aunque ya doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga tu nombre, inmortal por la gloria.
Yo seré bajo tierra descarnado fantasma
y a la sombra de mirtos tendré ya mi reposo;
para entonces serás una vieja encorvada
añorando mi amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora, no aguardes a que llegue el mañana,
coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida.
(Pierre RONSARD)
II. LA NOVELA Y EL ENSAYO
Elogio de la locura
Capítulo XIII
En
principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con mucho
la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños para
que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los enemigos
merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la
prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con
el halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros
y los beneficios de sus [34] protectores? Luego, la juventud, que
sucede a esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud
la ayudan todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se
tiende una mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este
encanto de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que
menos sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré
si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar prudencia por
obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección de la
hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les disminuye el
vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van viviendo, hasta
que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los demás, sino
para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría tolerarla si yo,
compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les echase una mano, y
al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen socorrer con
alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando les veo
próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la medida de
lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como niños a los
viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo
para la transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de
nuestro río Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el
infierno sólo discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que
van trasegando el agua del Olvido, se enniñezcan y se les disuelvan las
preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que,
además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el
infantilizarse no consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños
el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad
el hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará
como cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es
fiador el proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de precoz
sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un
viejo que a su enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor
mental y acritud de juicio? Por esta razón he favorecido al viejo
haciendole delirar, y esta divagación le liberta, mientras tanto, de
aquellas miserables preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace
ser un agradable compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el
cual apenas puede sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que,
al modo del anciano de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras
de A. M. O. Sería desgraciadísimo si conservase la noción de las cosas,
pero mientras tanto, gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los
amigos y no tiene nada de bobalicón ni de inepto para las fiestas.
Abunda en mi favor que en Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía
una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era amarga y
los ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas dejaban
escuchar apacibles palabras.
Según este criterio, los viejos superan
a la misma infancia, edad ciertamente placentera, pero inmatura y
desprovista del principal halago de la vida, es decir, la locuacidad.
Observar, además, que los ancianos disfrutan locamente de la compañía de
los niños y éstos a su vez se deleitan con los [36] viejos, «pues Dios
se complace en reunir a cada cosa con su semejante».
¿En qué difieren
unos de otros, a no ser en que éstos están más arrugados y cuentan más
años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la boca desdendata, las
pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche, el balbuceo, la
garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión, y, en suma, en
todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a la
senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta que, al modo
de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de morir.
(Erasmo de ROTTERDAM)
Utopía
Aunque
no son muchos los que en cada ciudad se dedican únicamente al estudio
libres de los demás cuidados, con todo son muchísimos los que desde sus
primeros años, por su buen natural, agudeza de ingenio, y ánimo
inclinado al estudio, se instruyen en las buenas letras. Y no solamente
los hombres, sino también las mujeres, durante el transcurso de su vida
dedican al estudio gran parte de las horas libres de sus labores
profesionales.
Toda la enseñanza se da y se recibe en su propio
idioma natural, que interpreta sus sentimientos y estados de ánimo mejor
que cualquier otro.
De todos los filósofos célebres en todo el orbe
conocido por nosotros no tenían noticia, ni de ninguno de ellos les
había llegado la fama hasta ahora, al llegar nosotros a la Isla. A pesar
de esto, en la Música, en la Dialéctica, en la Aritmética y en la
Geometría están prácticos, y con una suficiencia análoga a la de
nuestros mayores.
En el curso de las estrellas y movimientos de los
astros son muy prácticos, y han construido instrumentos de formas
diversas con los que miden con exactitud los movimientos del Sol, de la
Luna, y de las Estrellas en el horizonte.
No aprecian las
conjunciones y oposiciones de los astros en relación con los
acontecimientos felices o adversos, ni la astrología, ni las
adivinaciones, que estiman engañadoras o burladoras. Por la experiencia
de muchos siglos conocen ciertos fenómenos que con anticipación les
señalan los vientos, las lluvias y sequías, y demás mudanzas del tiempo.
Pero acerca de las causas y orígenes del mundo y de sus fenómenos, los
hay que dan razones parecidas a las de nuestros filósofos antiguos, y lo
mismo que ocurría con aquéllos, hay opiniones para todos los gustos.
En
cuanto a la Filosofía Moral tratan de los. mismos temas que nosotros
referentes al hombre, pero su tema primero y principal consiste en
examinar la felicidad del hombre, y si ésta estriba en una sola cosa o
en varias. Se inclinan más de lo justo en creer que la felicidad del
vivir consiste en el deleite, y se sirven para esto de la Religión, que
para ellos es grave y severa.
Sus fundamentos son que el alma es
inmortal, creada por la bondad de Dios para la bienaventuranza; que
existen premios para la virtud y buenas obras de los hombres, así como
castigos para las maldades. Aunque esto es lo que enseña su Religión,
estiman que para creerlo, o no, hay que concordarlo con la recta razón.
Si
no se tienen estos principios, afirman, que no habrá nadie tan necio
que no busque su placer, aunque sea por medios injustos, advirtiendo
solamente que un placer menor no sea impedimento para un placer mayor, o
que lo ejecute y goce con él de manera que después no tenga que
arrepentirse.
(Tomás MORO)
III EL TEATRO
Hamlet
HAMLET.- Pero, de verdad, Horacio, ¿qué te ha traído a Wittenberg?
HORACIO.- Señor, he venido a asistir a los funerales de vuestro padre.
HAMLET.- Por favor, no te burles de mí, compañero. Yo creo que ha sido a las bodas de mi madre.
HORACIO.- Verdaderamente, señor, que han venido poco tiempo después.
HAMLET.-
¡Economía, Horacio, economía! Los manjares cocidos para el banquete del
duelo sirvieron de fiambres en la mesa nupcial. ¡Quisiera haberme
hallado en el cielo con mi más entrañable enemigo antes de haber
presenciado semejante día, Horacio! ¡Mi padre!... ¡Me parece que veo a
mi padre!...
HORACIO.- ¡Oh! ¿Dónde, señor?
HAMLET.- ¡En los ojos de mi alma, Horacio!
HORACIO.- Yo le vi una vez. ¡Era un gran rey!
HAMLET.- ¡Era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante!
HORACIO.- Señor, creo haberle visto anoche.
HAMLET.- ¿Visto? ¿A quién?
HORACIO.- Al rey, vuesto padre, señor.
HAMLET.- ¡Al rey, mi padre!
HORACIO.-
Contened un instante vuestro asombro y prestadme oído atento, mientras,
con el testimonio de estos caballeros os relato el prodigio.
HAMLET.- ¡Por amor de Dios, que te oiga!
HORACIO.-
Dos noches seguidas, hallándose de guardia estos caballeros, Marcelo y
Bernardo, en la quietud sepulcral de la medianoche, tuvieron este
encuentro. Una figura idéntica a vuestro padre, perfectamente armada de
punta en blanco, se les puso delante, y con andar solemne pasó con
lentitud y majestuosidad por su lado. Tres veces le han visto desfilar
ante sus ojos, atónitos y sobrecogidos de terror, a la distancia del
bastón de mando que empuñaba, mientras ellos, reducidos casi a gelatina
por la acción del miedo, permanecieron mudos y no se atrevieron a
hablarle. Esto es lo que con medroso misterio me comunicaron, y a la
tercera noche hice con ellos la guardia; allí, justamente a la misma
hora y en la misma forma que me lo indicaron, presentóse la aparición,
resultando ciertas y exactas sus palabras. ¡Yo conocí a vuestro padre!
¡No son más semejantes estas manos!
HAMLET.- Pero ¿en dónde fue eso?
MARCELO.- Señor, en la explanada donde hacíamos la guardia.
HAMLET.- ¿Y no le hablaste?
HORACIO.-
Sí, señor; pero no me dio respuesta alguna. Sin embargo, me pareció una
vez que alzaba la cabeza y hacía un ademán como si fuese a hablarme;
pero en aquel preciso momento lanzó el gallo matutino su voz aguda, y, a
su canto, la sombra, estremecida, huyó precipitadamente y se desvaneció
ante nuestra vista..
HAMLET.- ¡Es muy extraño!
HORACIO.- ¡Tan
cierto como vivo, mi honorable señor, que esta es la pura verdad, y
hemos creído de imprescindible deber el instruirnos de ellos!
HAMLET.- En verdad, en verdad, señores, que esto me inquieta... ¿Estáis esta noche de guardia?
MARCELO Y BERNARDO.- Estamos, señor.
HAMLET.- Haré guardia esta noche; quizá se aparezca de nuevo.
HORACIO.- De seguro.
HAMLET.-¡Si
adopta la figura de mi noble padre, le hablaré, aunque el infierno abra
rugiendo su boca y me mande callar! Os ruego a todos que si hasta ahora
habéis ocultado esta visión, sigáis teniéndola en el mayor secreto, y
cualquier cosa que esta noche ocurra la confiéis al pensamiento, pero no
a la lengua. Yo sabré corresponder a vuestro afecto. Conque adiós.
Entre once y doce iré a veros a la explanada.
TODOS.- Nuestros respetos a Vuestra Alteza.
HAMLET.-
Vuestra amistad, como la mía a vosotros. ¡Adiós! (Salen todos nienos
Hamlet.) ¡El espíritu de mi padre en armas!... ¡Esto no va bien!...
¡Sospecho alguna mala pasada!... ¡Quisiera que hubiese llegado ya la
noche!... ¡Hasta entonces, silencio, alma mía! ¡Los actos criminales
surgirán a la vista de los hombres, aunque los sepulte toda la tierra!
(Sale.)
Acto III Escena 1ª
El espectro de su padre, asesinado
por su hermano Clatidio, que ha heredado el trono, y por su esposa, que
se ha casado con el usurpador, se le aparece a Hamlet y le incita a
vengarse. Pero Hamlet es un irresoluto y la tarea se le hace difícil.
Para ocultar sus designios y en espera de la ocasión propicia, se finge
loco, lo que afecta a las relaciones con su prometida Ofelia.
HAMLET.-
(Entra.) ¡Ser o no ser: he aquí el problema! ¿Qué es mejor para el
espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar
las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar
con ellas? ¡Morir.... dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos
fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que
constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente
apetecible! ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está
el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué
sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos
librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da
existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los
ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del
soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia,
las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito
recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo
con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y
sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un
algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines no vuelve
a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos
impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a
otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos nosotros unos
cobardes; y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo
los pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e
iniportancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener
nombre de acción... Pero ¡silencio!... ¡La hermosa Ofelia! Ninfa, en tus
plegarias acuérdate de mis pecados.
OFELIA.- Querido señor, ¿cómo le va a Vuestra Alteza después de tantos días?
HAMLET.- Mis más humildes gracias; bien, bien, bien.
OFELIA.- Señor, conservo de vos algunos recuerdos que tiempo ha deseaba restituiros. Os ruego que los admitáis ahora.
HAMLET.- No; yo no; nunca te he dado cosa alguna.
OFELIA.-
Mi respetable señor, sabéis muy bien que sí, y acompañando vuestras
dádivas con frases de tan dulce aliento, que las hacían mucho más
preciosas. Perdido su perfume, tomadlas de nuevo: porque para un corazón
noble los más ricos dones tórnanse mezquinos cuando ya el donador no
muestra afecto. ¡Ahí los tenéis, señor!
HAMLET.- ¡Ja, ja! ¿Eres honesta?
OFELIA.- ¡Señor!
HAMLET.- ¿Eres hermosa?
OFELIA.- ¿Qué quiere decir Vuestra Señoría?
HAMLET.-
Que si eres honesta y hermosa, tu honestidad no debiera admitir trato
con tu hermosura. OFELIA.- Señor, ¿podría tener la hermosura mejor
comercio que con la honestidad?
HAMLET.- Evidentemente; porque el
poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta mucho
antes que la fuerza de la honestidad transforme la hermosura a su
semejanza. En otro tiempo era esto una paradoja, pero en la edad
presente es cosa probada. ¡Yo te amaba antes, Ofelia!
OFELIA.- En verdad, señor, así me lo hicisteis creer.
HAMLET.-
Pues no debieras haberme creído; porque la virtud no puede injertarse
en nuestro viejo tronco sin que nos quede de él algún mal resabio. ¡Yo
no te amaba!
OFELIA.- Tanto mayor ha sido mi decepción.
HAMLET.-
¡Vete a un convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? Yo soy
medianamente bueno y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que más
valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio,
ambicioso, vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos
para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a
ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse
entre los cielos y la tierra? Todos somos unos bribones rematados; no te
fíes de ninguno de nosotros. ¡Vete, vete a un convento!... ¿Dónde está
tu padre?
OFELIA.- En casa, señor.
HAMLET.- Pues que le cierren
bien las puertas para que no haga en ninguna parte el bobo sino en su
propia casa. ¡Adiós! (Aléjase unos pasos y vuelve luego hacia Ofelia.)
OFELIA.- ¡Oh, ayudadle, cielos piadosos!
Acto V, Escena 1ª
Hamlet
pide a una compañía de actores ambulantes que representen una obra en
la que un rey es envenenado por su propio hermano, lo que saca fuera de
sus casillas a su tío Claudio. Durante una agria discusión con su madre,
Hamlet mata al padre de Ofelia, entrometido cortesano que estaba
escondido tras un tapiz. El rey exilia a Hamlet y ordena su muerte, pero
el plan se malogra. Después de breve ausencia, regresa con su amigo
Horacio y ambos entran en un cementerio.
SEPULTURERO.- (Canta.)
Cuando era joven y amaba, y amaba,
muy dulce todo me parecía
para matar el tiempo, ¡oh!, el tiempo que pasaba,
aunque con él, ¡oh! nada bueno me venía,
HAMLET.- ¿No tendrá ese hombre conciencia de su oficio, que canta mientras abre una fosa?
HORACIO.- La costumbre le ha familiarizado con la tarea.
HAMLET.- Así es, justamente; la mano que menos trabaja es la que tiene el tacto más suave.
SEPULTURERO.- (Canta.)
Pero la edad, con sus arteros pasos,
en su red me ha cogido,
hundiéndome en la tierra
cuando de tierra fabricado he sido.
(Saca una calavera.)
HAMLET.-
Esa calavera tenía lengua y podía en otro tiempo cantar. ¡Cómo la tira
contra el suelo ese bribón, como si fuera la quijada con que Caín
cometió el primer asesinato!... Y la que está manoseando ahora ese bruto
acaso sea la cholla de un político, de un intrigante que pretendía
engañar al mismo Dios. ¿No es posible?
HORACIO.- Bien podría ser, señor.
HAMLET.-
O tal vez la de un cortesano que sabía decir. «¡Felices días, amable
señor!» «¿Cómo estáis, mi querido señor?» Éste podría ser el señor de
Tal, que hacía elogios del caballo del señor de Cual, para pedírselo
prestado después. ¿No es verdad?
HORACIO.- Sí, señor.
HAMLET.-
¡Vaya si lo es! Y ahora está en poder del señor Gusano, descarnada la
boca y aporreados los cascos por el azadón de un sepulturero. ¡He aquí
una linda mudanza, si tuviéramos penetración bastante para verla! ¿Tan
poco costó la formación de esos huesos, que no sirven sino para jugar a
los bolos? Los míos me duelen de sólo pensarlo.
SEPULTURERO.- (Canta.)
Un pico y un azadón,
un azadón y una sábana;
¡Oh!, y un hoyo cavado en tierra
a tal huésped bien le cuadra.
(Saca otra calavera.)
HAMLET.-
He aquí otra. ¿Por qué no podría ser la calavera de un abogado? ¿Dónde
están ahora sus sutilezas y distingos, sus argucias, subterfugios y
artimañas? ¿Cómo sufre ahora que ese grosero ganapán le dé con su pala
inmunda en la mollera, sin atreverse a lanzar contra él una querella por
lesiones? ¡Hum! Éste sería en su tiempo un gran comprador de tierras,
con sus hipotecas, sus resguardos, sus fines, sus dobles garantías y sus
cobranzas. ¿Será acaso el fin de sus fines y el cobro de sus cobranzas
el tener su fino testuz relleno de lodo fino? ¿Por ventura todas sus
garantías, por dobles que sean, le garantizarán de sus compras algo más
que lo largo y lo ancho de un par de escrituras? Los solos títulos de
propiedad de sus tierras cabrían apenas en esta caja; y el heredero
mismo no debe tener más, ¿eh?
HORACIO.- Ni un ápice más, señor.
HAMLET.- ¿No se hace de piel de carnero el pergamino?
HORACIO.- Ciertamente, señor; y también de piel de ternero.
HAMLET.-
Pues solemnes carneros y terneros son los que fundan su felicidad en
semejante cosa. Voy a hablar a este individuo (Al Sepulturero.) ¿De
quién es esa fosa, compadre?
SEPULTURERO.- Mía, señor. (Canta.)
¡Oh!, y un hoyo cavado en tierra
a tal huésped bien le cuadra.
HAMLET.-
Sí; ya me figuro que es tuya, puesto que estás dentro de ella. Pero es
para los muertos, no para los vivos; por tanto, mientes. ¿Para qué
hombre cavas esa fosa?
SEPULTURERO.- Para ningún hombre, señor.
HAMLET.- Bueno, ¿para qué mujer?
SEPULTURERO.- Para ninguna, tampoco.
HAMLET.- ¿Pues quién ha de ser enterrado en ella?
SEPULTURERO.- Una que fue mujer, señor; pero que en paz descanse, pues ya ha muerto.
HAMLET.-
(A Horacio.) ¡Qué categórico es el truhán! Hablémosle clara y
sencillamente porque si no, es capaz de confundirnos a equívocos. ¡Por
Dios! Horacio, de tres años acá lo he venido observando: nuestro siglo
se refina de tal modo que la punta del pie del rústico llega tan cerca
del talón del cortesano, que le desuella los sabañones.
SEPULTURERO.- Aquí tenéis una calavera que ha estado debajo de tierra veintitrés años. HAMLET.- ¿De quién era?
SEPULTURERO.- De un mentecato hideputa. ¿De quién diríais?
HAMLET.- ¡Qué se yo!
SEPULTURERO.-
¡Mala peste le confunda! ¡Loco tunante! Un día me echó por el cogote
una botella de vino del Rin... Pues, señor, esta misma calavera que aquí
veis es de Yorick, el bufón del rey.
HAMLET.- ¿Ésa?
SEPULTURERO.- Esta misma.
HAMLET.-
Deja que la vea. (Cogiéndola.) ¡Ah, pobre Yorick! Yo le conocí,
Horacio; era un hombre de una gracia infinita y de una fantasía
portentosa. Mil veces me llevó a cuestas, y ahora, ¡qué horror siento al
recordarlo!, a su vista se me revuelve el estómago. Aquí pendían
aquellos labios que yo he besado no sé cuántas veces. ¿Qué se hizo de
tus chanzas, tus piruetas, tus canciones, y de aquellos chistes que
hacían prorrumpir en una carcajada a toda la mesa? Ahora, falto ya
enteramente de músculos, no puedes reírte ni de tu propia mueca. ¿Qué
haces ahí con la boca abierta? Ve al tocador de mi dama y dile que,
aunque se ponga un dedo de afeite, ha de venir forzosamente a esta linda
figura. Prueba a hacerla reír con eso. (A Horacio.) Dime una cosa, por
favor, Horacio.
HORACIO.- ¿Cuál es, señor?
HAMLET.- ¿Crees tú que Alejandro tendría este aspecto bajo tierra?
HORACIO.- El mismo, justamente.
HAMLET.- ¿Y olería de este modo? ¡Puaf! (La tira.)
HORACIO.- Del mismo modo, señor.
HAMLET.-
¡En qué abatimiento hemos de parar, Horacio!... Pero ¡silencio,
silencio! Apartémonos; aquí llega el rey... (Entran en procesión
sacerdotes, precediendo al cadáver de Ofelia, y siguiéndolo, Laertes y
los del duelo, el Rey y la Reina, con sus respectivos séquitos.) y la
reina, y la Corte. ¿A quién sigue ese duelo? ¡Y con ceremonial tan
deficiente! Está claro que el difunto al que siguen puso fin a su vida
con mano desesperada. Y era persona de calidad. Agachémonos un rato y
observemos.
LAERTES.- (Al Sacerdote.) ¿Qué otra ceremonia falta?
HAMLET.- (A Horacio.) Aquél es Laertes, un joven nobilísimo. Observemos.
LAERTES.- ¿No hay otra ceremonia?
SACERDOTE.-
Sus exequias se han celebrado con toda la amplitud que el caso
permitía. Su muerte fue sospechosa, y a no ser por aquella orden
superior hubiera sido depositada en tierra profana hasta la trompeta del
Juicio Final, y en vez de piadosas preces, tan sólo escombros, piedras y
guijarros se habrían arrojado sobre ella. No obstante, se le ha
concedido un rocío de flores y sus coronas virginales, y el ser
conducida a la última morada con servicio fúnebre y doble de campanas.
LAERTES.- ¿Nada más debe, pues, hacerse?
SACERDOTE.-
Nada más. Profanaríamos los ritos funerales si cantáramos para ella el
descanso eterno, como se hace con las almas que mueren en el Señor.
LAERTES.-
¡Colocadla en tierra, y que de su bella e inmaculada carne broten
fragantes violetas! Y a ti, cura brutal, he de decirte que mi hermana
será un ángel mediador en el Cielo mientras tú estés aullando en el
abismo.
HAMLET.- ¡Cómo! ¡La hermosa Ofelia!
REINA.- (Esparciendo
flores sobre el cadáver) ¡Flores sobre la flor! ¡Adiós! Yo esperaba que
fueras la esposa de mi Hamlet; con esas flores pensaba, dulce doncella,
cubrir tu lecho nupcial y no esparcirlas sobre tu sepultura.
LAERTES.-
¡Oh! Que un triple desastre caiga, diez veces triplicado, sobre la
maldita cabeza de aquél cuyo inicuo crimen te enajenó de tu privilegiado
entendimiento (A los Sepultureros.) No echéis tierra todavía; esperad
que la estreche una vez más entre mis brazos.
(William SHAKESPEARE)
Ofelia,
perdida la razón, ha muerto ahogada en un riachuelo. Laertes, su
hermano, quiere vengarse de Hamlet, al que considera culpable. En un
combate de esgrima aparentemente amistoso, el rey envenena la punta de
la espada de Laertes y la copa donde espera que beba Hamlet. Pero nada
sale bien: ambos contendientes intercambian las espadas y resultan
heridos de muerte y es la reina la que bebe en la copa envenenada. A
punto de morir, Hamlet atraviesa al rey con su espada. Así acaba la
tragedia.
8. CLASICISMO E ILUSTRACIÓN (Siglos XVII y XVIII)
I. EL TEATRO
Tartufo
ACTO III ESCENA PRIMERA
(Damis y Dorine)
DAMIS.
- ¡Que me fulmine un rayo ahora mismo, que se me crea en todas partes
el más grande de los bellacos, si existe algún respeto o poder que me
detenga, y si no hago algún disparate!
DORINE. - Por favor, moderad
este arrebato; vuestro padre se ha limitado a hablar de ello
simplemente. No siempre se lleva a cabo lo que uno se propone, y del
dicho al hecho hay un trecho.
DAMIS. - Es necesario que deshaga estos proyectos, y que le diga dos palabras a ese fatuo.
DORINE.
- ¡Ah! En lo referente a él tanto como a vuestro padre dejad obrar a
vuestra madrastra. Ella ejerce algún influjo sobre su ánimo; es
complaciente con todo lo que ella le dice y podría ser que estuviera
bien dispuesto a su favor. ¡Quiera Dios que sea así! Sería magnífico. En
fin, vuestro propio interés le obliga a intervenir; quiere sondearle
acerca del matrimonio que os preocupa, saber sus sentimientos y hacerle
comprender las terribles luchas que podría provocar con sus actos, si
espera algo de este proyecto. Su criado dice que reza, pero yo no he
logrado verle. Pero este sirviente me ha dicho que bajará pronto. Salid,
pues, os lo ruego, y dejadme escuchar.
DAMIS. - ¿Puedo estar presente en esta entrevista?
DORINE. - Imposible, han de estar solos.
DAMIS. - No diré nada.
DORINE. - Os estáis burlando; conozco vuestras tretas y la manera que tenéis de echarlo todo a perder. Salid.
DAMIS. - No; quiero verlo todo sin inmiscuirme en la conversación.
DORINE. - ¡Qué terco sois! Ya viene. Retiraos ahora mismo.
ESCENA SEGUNDA
(Tartufo, Laurent y Dorine)
TARTUFO
(viendo a Dorine). - Laurent, aprieta el cilicio que llevo para mi
disciplina y ruega que el Cielo nos ilumine siempre. Por si viene
alguien a verme, di que voy con los pobres a repartirles limosnas.
DORINE. - ¡Cuánta afectación y fanfarronería!
TARTUFO. - ¿Qué quieres?
DORINE. - Deciros que ...
TARTUFO (saca un pañuelo del bolsillo). - ¡Ah! Dios mío, te lo ruego, antes de hablar, toma este pañuelo.
DORINE. - ¿Cómo?
TARTUFO. - Cúbrete el pecho, que no lo puedo ver; con cosas semejantes se ofende a las almas buenas y se las tienta.
DORINE.
- ¿Sois muy propenso a la tentación y la carne impresiona mucho
vuestros sentidos? Ciertamente, no sé a qué se debe este acaloramiento;
yo no caigo tan fácilmente en la tentación y aunque os viera
completamente desnudo, vuestro cuerpo no me tentaría en absoluto.
TARTUFO. - Habla con más recato o te dejaré con la palabra en la boca.
DORINE.
- No, no, soy yo quien quiere dejaros descansar, y sólo voy a deciros
dos palabras; la señora va a venir a esta habitación y quiere conversar
con vos.
TARTUFO. - Accedo de muy buen grado.
DORINE (para sí). - ¡Cómo se suaviza! Cada vez estoy más segura de lo que pienso.
TARTUFO. - ¿Vendrá pronto?
DORINE. - Creo que ya la oigo. Sí, es ella; os dejo solos.
(Jean Baptiste Poquelin. MOLIÈRE)
II LA POESÍA
Los dos amigos y el oso
A dos amigos se aparece un Oso:
el uno, muy medroso,
en las ramas de un árbol se asegura,
el otro, abandonado a la ventura,
se finge muerto repentinamente.
El Oso se le acerca lentamente:
mas como este animal, según se cuenta,
de cadáveres nunca se alimenta,
sin ofenderlo lo registra y toca,
huélele las narices y la boca;
no le siente el aliento,
ni el menor movimiento;
y así, se fue diciendo sin recelo:
“Éste tan muerto está como mi abuelo.”
Entonces el cobarde,
de su grande amistad haciendo alarde,
del árbol se desprende muy ligero,
corre, llega y abraza al compañero,
pondera la fortuna
de haberle hallado sin lesión alguna,
y al fin le dice:
-Sepas que he notado
que el Oso te decía algún recado.
¿Qué pudo ser?
- Diréte lo que ha sido:
Estas dos palabritas al oído.-
Aparta tu amistad de la persona
que si te ve en el riesgo te abandona.
(Jean de LA FONTAINE)
III. LA NOVELA
Cándido
Capítulo I
DE CÓMO CÁNDIDO FUE EDUCADO EN UN HERMOSO CASTILLO, Y DE CÓMO SE LE ECHÓ DE AQUÉL
Había
en Vestfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un
joven a quien la naturaleza había dado los más dulces hábitos. Su
fisonomía anunciaba su alma. Tenía juicio bastante recto con alma muy
simple; por ello, creo, le llamaban Cándido. Los criados viejos de la
casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón, y de un
buen y honrado hidalgo de la vecindad, con el cual esta señorita nunca
quiso casarse porque no había podido probar más que sesenta y un
cuartos: el resto de su árbol genealógico habíase perdido por estragos
del tiempo.
Era el señor barón uno de los más poderosos señores de
Vestfalia, pues su castillo tenía puertas y ventanas. Incluso la gran
sala estaba adornada con un tapiz. Todos los perros de sus corrales
componían una jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros eran los
monteros; el vicario del pueblo, su capellán mayor. Todos le llamaban
Monseñor y le reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba
alrededor de trescientas cincuenta libras, se granjeaba con ello gran
consideración, y hacía los honores de su casa con una dignidad que la
hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad,
era de tez encendida, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón
parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo
de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la
buena fe de su edad y carácter.
Pangloss enseñaba
metafísico-teólogo-cosmolonigología. Demostraba admirablemente que no
hay efecto sin causa y que, en este mundo, el mejor de los posibles, el
castillo de monseñor barón era el más bello de los castillos, y la
señora baronesa la mejor de las baronesas posibles.
-Está demostrado
-decía- que las cosas no pueden ser de otra forma: pues teniendo todo un
fin, todo es necesariamente para el mejor fin. Fijaos en que las
narices se han hecho para llevar gafas; por ello tenemos gafas. Las
piernas, a la vista está, se han instituido para ser calzadas, y
llevamos calzas. Las piedras han sido formadas para ser talladas y hacer
con ellas castillos; por ello tiene monseñor un castillo bellísimo: el
mayor barón de la provincia debe ser el que mejor alojado esté; y los
cerdos hechos para ser comidos: comemos cerdo todo el año. Por
consiguiente, los que han sostenido que todo está bien han dicho una
necedad: había que decir que todo está óptimo.
Cándido escuchaba
atentamente y creía todo a pies juntillas, porque encontraba
extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque no se tomara nunca
la libertad de decírselo. Concluía que, tras la dicha de haber nacido
barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la
señorita Cunegunda; el tercero, verla a diario; y el cuarto, oír al
maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente
de toda la tierra.
Un día, Cunegunda, al pasear cerca del castillo,
en el bosquecillo al que llamaban parque, vio entre unas malezas al
doctor Pangloss que daba una lección de física experimental a la
doncella de su madre, morenita muy linda y muy dócil. Como la señorita
Cunegunda era muy dispuesta para las ciencias, observó sin rechistar las
experiencias reiteradas de las que fue testigo, vio con claridad la
razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y se volvió
sobresaltada, toda pensativa, toda llena del deseo de ser sabia,
pensando que bien podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido,
el cual también podría ser la suya.
Se encontró con Cándido al
volver al castillo y se sonrojó; Cándido también se sonrojó; le dio los
buenos días con voz entrecortada y Cándido le habló sin saber lo que
decía. Al día siguiente, después de cenar, al levantarse todos de la
mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda
dejó caer el pañuelo; Cándido lo recogió, le tomó inocentemente la mano y
se la besó con una presteza, una sensibilidad y una gracia particular.
El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biombo y, al ver
esa causa y ese efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el
trasero. Cunegunda se desvaneció; en cuanto volvió en sí fue abofeteada
por la señora baronesa; y todo el mundo quedó consternado en el más
bello y más agradable de los castillos posibles.
Tras
su expulsión del castillo, Cándido peregrina por numerosos países, en
lo que sufre infinidad de calamidades: esclavitud, guerras, torturas,
naufragios, terremotos... Y, en vez del mundo perfecto que su preceptor
le pintó, sólo encuentra miseria, rapiña, violencia, crímenes y abusos.
Especialmente dura es su visión de la guerra, de los políticos y de los
creyentes, ya sean protestantes, católicos, judíos o musulmanes.
Capítulo III
DE CÓMO CÁNDIDO HUYÓ DE LOS BÚLGAROS Y DE LO QUE ACONTECIÓ
Nada
había tan hermoso, ágil, brillante, tan bien dispuesto como aquellos
dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores, cañones,
formaban una armonía tal que nunca igual se vio en el infierno. Los
cañones tumbaron primero a unos seis mil hombres de cada lado; luego la
mosquetería sacó del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a
nueve o diez mil bribones, aproximadamente. La bayoneta fue también
razón suficiente para la muerte de algunos millares de hombres. El total
bien podría ascender a unas quinientas mil almas. Cándido, que temblaba
como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica
carnicería.
Al fin, mientras los dos reyes mandaban cantar unos Te
Deum, cada uno en su campo, resolvió ir a otro sitio a razonar sobre
efectos y causas. Pasó por encima de montones de muertos y moribundos,
antes de llegar a un pueblo vecino; estaba hecho ceni zas: era un pueblo
ábaro que habían quemado los búlgaros, siguiendo las leyes del derecho
público. Aquí, ancianos molidos a golpes miraban morir a sus mujeres
degolladas, que sostenían a los hijos en sus pechos ensangrentados;
allá, muchachas, destripadas tras haber satisfecho las naturales
necesidades de algunos héroes, exhalaban el último suspiro; otras, medio
quemadas, gritaban que terminaran de darles muerte. Había sesos
esparcidos por el suelo al lado de brazos y piernas cortados.
Cándido
huyó apresuradamente a otro pueblo: pertenecía a los búlgaros, y los
héroes ábaros lo habían tradado igual. Cándido, sin dejar de caminar
sobre miembros palpitantes, o a través de ruinas, llegó al fin fuera del
escenario de la guerra, llevando escasas provisiones; pero como había
oído decir que en aquel país todo el mundo era rico, y que eran
cristianos, no dudó de que le tratarían tan bien como lo habían tratado
en el castillo del señor barón, antes de que le echaran de él por culpa
de los bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios
dignos personajes, todos los cuales le contestaron que si seguía
ejerciendo aquel oficio lo encerrarían en un correccional para que
escarmentara.
Acudió entonces a un hombre que había estado hablando
sobre la caridad humana, una hora entera, en una gran asamblea. Este
orador, mirándole de reojo, le dijo:
-¿A qué venís aquí? ¿Estáis por la buena causa?
-No
hay efecto sin causa -contestó modestamente Cándido-. Todo está
necesariamente encadenado y óptimamente solucionado. Ha sido necesario
que me echaran de al lado de la señorita Cunegunda, que me baquetearan y
que tenga que pedir mi pan hasta que pueda ganármelo; todo esto no
podía ser de otra forma.
-Amigo-le preguntó el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
-No había escuchado nunca semejante cosa -contestó Cándido-; pero tanto si lo es como si no, a mí me falta el pan.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; anda, bribón; anda, miserable, no te acerques a mí en toda tu vida.
La
mujer del orador, habiéndose asomado a la ventana, y avistando a un
hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le vertió en la
cabeza todo un... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos lleva en las damas el celo
por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen
anabatista, llamado Jacob, vio de qué forma cruel e ignominiosa se
trataba a uno de sus hermanos, un bípedo sin plumas que tenía alma; lo
llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines
y quiso incluso enseñarle a trabajar en sus manufacturas de telas de
Persia, que se fabrican en Holanda. Cándido, casi postrado ante él,
exclamaba:
-Bien me había dicho el maestro Pangloss que todo es
óptimo en este mundo, pues vuestra extrema generosidad me conmueve más
que la dureza de aquel señor de manto negro y de su señora esposa.
En
su largo peregrinar, Cándido reencuentra a Pangloss convertido en
pordiosero, pero con su indestructible optimismo: y a Cunegunda, fea,
vieja y repulsiva, a pesar de lo cual se casa con ella, más por haber
empeñado su palabra que por amor. Y se lleva tras de sí al fiel criado
Cacambo; a Martín, filósofo pesimista, y a una vieja criada, hija de un
papa y una princesa, que ha soportado todas las desgracias posibles, Por
fin, en Constantinopla, un sabio turco les descubre la clave de la
vida.
Capítulo XXX
CONCLUSIÓN
Era muy natural imaginar que,
tras tantos desastres, Cándido, casado con su amada y viviendo con el
filósofo Pangloss, el filósofo Martín, el prudente Cacambo, y la vieja;
habiéndose, por otra parte, traído tantos diamantes de la patria de los
antiguos Incas, llevaría la vida más agradable del mundo, pero los
judíos le estafaron tanto que sólo le quedó la granjita; su mujer, al
estar cada día más fea, se hizo desabrida e insoportable; la vieja
estaba inválida y tenía peor humor que Cunegunda. Cacambo, que trabajaba
en el jardín y que iba a vender la verdura a Constantinopla,
sobrecargado de trabajo y maldecía su suerte. Pangloss estaba
desesperado por no brillar en ninguna universidad de Alemania. En cuanto
a Martín, estaba firmemente convencido de que se está igual en todas
partes; se tomaba las cosas con paciencia.
Cándido, Martín y Pangloss
disputaban a veces sobre metafísica y moral. Había en los alrededores
un derviche muy famoso que pasaba por ser el mejor filósofo de Turquía.
Fueron a consultarle y Pangloss le dijo:
-Maestro, venimos a suplicaros nos digáis para qué ha sido creado ese extraño animal que llaman hombre.
-¿A ti qué te importa? -le contestó el derviche-. ¿Acaso es asunto tuyo?
-Pero, reverendo padre -dijo Cándido-, el mal se ha extendido horriblemente sobre la tierra.
-¿Qué
puede importar -dijo el derviche- el bien o el mal? Cuando su alteza
manda un barco hacia Egipto, ¿se ocupa acaso de si los ratones que van
en él estarán o no a gusto?
-Entonces, ¿qué hay que hacer? -dijo Pangloss.
-Callarse -contestó el derviche.
-Me
hubiera gustado -dijo Pangloss- conversar con vos acerca de los efectos
y las causas, del mejor de los mundos posibles, del origen del mal, de
la naturaleza (del alma y de la armonía preestablecida.
Al oír esto, el derviche les dio con la puerta en las narices.
Después
de esta conversación corrió la noticia de que en Constantinopla
acababan de ahorcar a dos visires de la banca y al muftí, y que muchos
de sus amigos habían sido empalados. Esta catástrofe dio mucho que
hablar en todas partes durante algunas horas. Pangloss, Cándido y
Martín, al volver a su modesta granja, encontraron a un buen anciano que
tomaba el fresco a la puerta de su casa, bajo la sombra de unos
naranjos. Pangloss, que era tan curioso como razonador, le preguntó cómo
se llamaba el muftí que acababan de estrangular.
-No tengo ni idea
-contestó el buen hombre-. Nunca he sabido el nombre de ningún muftí ni
de ningún visir. Ignoro por completo el suceso de que me habláis;
presumo que, en general, los que se ocupan de asuntos públicos, perecen a
veces miserablemente, y con razón; pero no me informo nunca de lo que
pasa en Constantinopla; me contento con mandar llevar allí, para vender,
la fruta del jardín que cultivo.
Dichas estas palabras, hizo entrar
en su casa a los extranjeros; sus dos hijas y sus dos hijos les
presentaron varios sorbetes que ellos mismos hacían, kainak adornado con
corteza de cidra confitada, naranjas, limones, limas, piñas, pistachos,
café de moka, y no mezcla del mal café de Batavia y de las islas. Tras
lo cual, las dos hijas de aquel buen musulmán perfumaron la barba a
Cándido, a Pangloss y a Martín.
-Debéis tener -dijo Cándido al turco- una extensa y magnífica tierra.
-Sólo
tengo veinte arpendes, -respondió el turco-; los cultivo con mis hijos y
el trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el
vicio y la indigencia.
Al volver a su granja, Cándido meditó profundamente sobre el discurso del turco y les dijo a Pangloss y a Martín:
-Me
parece que este buen anciano se ha creado un estado mucho más
preferible que el de los seis reyes con los que hemos tenido el honor de
cenar.
-Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas, según el parecer de todos los filósofos. Sabéis...
-Lo que sé, en verdad -dijo Cándido-, es que tenemos que cultivar nuestro jardín.
-Tenéis
razón -dijo Pangloss-; porque el hombre fue puesto en el jardín del
Edén ut operaretur eum, para que trabajara; lo que prueba que el hombre
no ha nacido para el ocio.
-Trabajemos sin razonar -dijo Martín-; es la única forma de hacer soportable la vida.
(Fraçois Marie Arouet.VOLTAIRE)
9 PRERROMANTICISMO
I. LA NOVELA
Werther
Werther,
un joven apasionado y sentimental, abandona su ciudad para retirarse a
una aldea, donde vive tranquilo, dedicado a la pintura y a la lectura, y
en contacto con las gentes sencillas. Su felicidad se multiplica al
conocer en un baile a Carlota, que ya está comprometida con Alberto.
Aprovechando la ausencia de éste, Werther visita con frecuencia a la
joven.
13 de julio
No, no me engaño; leo en sus ojos negros el
verdadero interés que le inspiran mi persona y mi suerte. Conozco, y en
esto debo creer a mi corazón, que ella... ¡Oh! ¿Podré y me atreveré a
expresar en palabras la dicha celestial que siento? Conozco que me ama.
¡Soy
amado!... Si vieras cómo me quiere ahora; si vieras... Te lo diré,
porque tú sabrás comprenderme: si vieras lo mucho más que valgo a mis
propios ojos desde que soy dueño de su amor! ¿Es esto presunción o
sentimiento de nuestra relación verdadera? No conozco hombre alguno
capaz de robarme el corazón de Carlota y, a pesar de ello, cuando ésta
habla de su futuro esposo, con todo el calor, con todo el amor posible,
me hallo como el desgraciado a quien despojan de todos sus títulos y
honores, y le obligan a entregar su espada.
16 de julio
¡Ah!
¡Qué sensación tan grata inunda todas mis venas cuando por casualidad
mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la
mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca de
nuevo a pesar mío. El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su
inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me
hacen sufrir estas insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre
la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima
tanto a mí que su divino aliento se confunde con el mío, creo morir,
como herido por el rayo, Guillermo, y este cielo, esta confianza, llego a
atreverme... Tú me entiendes. No, mi corazón no está tan corrompido. Es
débil, demasiado débil...Pero, ¿en esto no hay corrupción?
Carlota
es sagrada para mí. Todos los deseos se desvanecen en su presencia.
Nunca sé lo que experimento cuando estoy a su lado: creo que mi alma se
dilata por todos los nervios.
Hay una sonata que ella ejecuta en el
clave con la expresión de un ángel: ¡tiene tal sencillez y tal encanto!
Es su música favorita y le basta tocar su primera nota para alejar de mí
zozobras, cuidados y aflicciones.
No me parece inverosímil nada de
lo que se cuenta sobre la antigua magia de la música. ¡Cómo me esclaviza
este canto sencillo! ¡Y cómo sabe ella ejecutarlo en aquellos instantes
en que yo sepultaría contento una bala en mi cabeza!... Entonces,
disipándose la turbación y las tinieblas de mi alma, respiro con más
libertad.
Guillermo, el amigo al que Werther dirige sus
cartas, le aconseja que, si Carlota le ama, procure casarse y, si no, se
aleje de ella, pues su pasión por la joven puede serle funesta. Regresa
Alberto y en el alma de Werther, que se hace amigo suyo, comienza a
entablarse una dura batalla entre la razón y los sentimientos.
30 de agosto
Desgraciado,
¿no estás loco? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Adónde te conducirá esta
pasión indómita y sin objeto? No hago más oración que la que dirijo a
ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya, y todo lo
que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
Esto me procura
algunas horas de felicidad, ¡hasta que tengo que separarme nuevamente de
ella! ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con tanta frecuencia mi
corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado, absorto en la
contemplación de su figura, de sus movimientos, de la celestial
expresión que pone en sus palabras, todos mis sentidos se excitan poco a
poco, una sombra se extiende ante mi vista y mis oídos se embotan;
siento que oprime mi garganta una mano homicida; mi corazón, con
violentas palpitaciones, busca el aire que les falta a mis sentidos
sofocados y no hace más que aumentar su turbación...
Guillermo,
muchas veces no sé si estoy en este mundo. Y cuando no me agobia la
tristeza y Carlota me concede el mísero consuelo de aliviar mi martirio,
dejándome bañar su mano con mi llanto, necesito salir, necesito huir, y
corro a ocultarme muy lejos, en los campos. Gozo trepando por una
montaña escarpada, abriéndome paso por entre un bosque impenetrable, por
entre las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan.
Entonces me encuentro un poco mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de
sed y de cansancio, sucumbo y me detengo en el camino; cuando en la
profunda noche, brillando sobre mi cabeza la luna llena, me siento en el
bosque solitario sobre un tronco retorcido, para dar algún descanso a
mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la
claridad crepuscular... ¡Oh! Guillermo!, el silencioso albergue de una
celda, un sayal y el cilicio son los únicos consuelos a que aspira mi
alma. Adiós. No veo para esta mísera existencia otro fin que el
sepulcro.
3 de septiembre
Tengo que irme, Guillermo; te
agradezco que hayas fijado mi resolución vacilante. Quince días hace que
ando dándole vueltas a la idea de dejarla. Tengo que irme. Está de
nuevo en la ciudad, en casa de una amiga; y Alberto..., y... Tengo que
irme.
En un intento de enderezar su vida, Wertlier acepta el
cargo de secretario de embajada en otra ciudad, la noticia de la boda
de Carlota y Alberto acrecienta su desasosiego. Deja el trabajo y
marcha a su pueblo natal, donde revive los felices años de su infancia.
Pero sólo hay un objetivo en su vida-- acercarse a Carlota, por lo que
vuelve junto a ella. La proximidad, lejos de aplacar sus angustias, las
aumenta.
12 de diciembre
Querido Guillermo: Me encuentro en un
estado que debe parecerse al de los desgraciados que antiguamente se
creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar; no es tampoco un
deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre que me desgarra el
pecho, me anuda la garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí
mismo y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en
que abunda esta estación enemiga.
Anoche salí. Sobrevino súbitamente
el deshielo y supe que el río había salido de madre, que todos los
arroyos de Wahlheim corrían desbordados y que la inundación era completa
en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la media noche y
presencié un espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi, a la
claridad de la luna, revolverse los torrentes por los campos, por las
praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo todo; vi
desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado
por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después,
la luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre
aquel soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito...,
venían a estrellarse a mis pies violentamente... Un extraño temblor y
una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí con
los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme a
él. Sí, arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y
sufrimientos. Pero ¡ay!, ¡qué desgraciado soy! No tuve fuerzas para
concluir de una vez con mis males; mi hora no ha llegado todavía, lo
conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida
humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar
sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos
consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis
ojos se fijaron en el sitio donde había descansado con Carlota, bajo un
sauce, después de un largo paseo! También allí había llegado la
inundación y a duras penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé
entonces en la casa de Carlota, en sus prados... El torrente debía de
haber arrancado también los pabellones de caza y destruido nuestros
arbustos y setos. Un luminoso rayo del pasado brilló delante de mi alma,
como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge
praderas, ganados o grandezas de la vida. Yo estaba allí, de pie...,
¡ah!, ¿es que falta valor para morir? Yo debía... Y, sin embargo, heme
aquí como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va, de
puerta en puerta, pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más
su miserable vida.
La narración de los últimos momentos de
la vida de Werther corren a cargo del supuesto editor de la historia. Él
cuenta el último intento de acercamiento a Carlota (escena del beso),
su desesperación posterior y su suicidio. Suicidio que Werther prepara
con todo detalle: pide a Carlota, con la excusa de un viaje, las
pistolas de Alberto; se viste con el chaleco amarillo y la casaca azul
que llevaba el día que la conoció, y deja sobre la mesa una botella de
vino casi llena y un libro abierto.
Se arrojó a los pies de Carlota
completa y espantosamente desesperado y, cogiéndole las manos, las
oprimió contra sus ojos, contra su frente. Carlota sintió entonces el
vago presentimiento de un siniestro propósito. Turbado su juicio, cogió,
a su vez, las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Inclinose
hacia él con ternura y sus abrasadas mejillas se tocaron. Él mundo
desapareció para ellos; él la estrechó entre sus brazos, la apretó
contra su pecho y cubrió de frenéticos besos los temblorosos labios de
su amada, que balbucían palabras entrecortadas.
«¡Werther!»,
murmuraba ella con voz ahogada y desviándose; «¡Werther!», repetía, con
suave movimiento trataba de alejarse. «¡Werther!», exclamó por tercera
vez, ya con acento digno e imponente.
Él se sintió dominado; la soltó
y se arrojó al suelo como un loco. Carlota se levantó y, completamente
turbada, indecisa entre el amor y la cólera, le dijo: «Es la última vez,
Werther; no volveréis a verme». Y lanzando sobre aquel desgraciado una
mirada llena de amor, corrió a la habitación inmediata y se encerró en
ella.
Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el
suelo y con la cabeza apoyada en el sofá, permaneció más de una hora sin
dar señales de vida.
Al cabo de este tiempo, oyó ruido y volvió en
sí. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a
pasear por la habitación. Cuando volvió a quedarse solo, se aproximó a
la puerta por donde había desaparecido Carlota y exclamó en voz baja:
«¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera... ».
Ella
guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó de nuevo... Por último, se
alejó de la puerta, gritando: “¡Adiós, Carlota..., adiós para siempre!».
Un
vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció
tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido. A las seis de la mañana
del siguiente día, entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su
amo tendido en el suelo, bañado en sangre y con una pistola al lado. Le
llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que todavía
respiraba.
Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó
llamar, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a
su marido y se levantaron. El criado, llorando y sollozando, les dio la
fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de Alberto.
Cuando
el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el
suelo, sin salvación posible. El pulso latía aún, pero todos sus
miembros estaban paralizados. La bala había entrado por encima del ojo
derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo: la sangre
corrió; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el
respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado delante de
la mesa en que escribía, y que en las convulsiones de la agonía había
rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana,
vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo.
La gente de la
casa de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en
movimiento. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la
cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía,
pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso: unas veces, casi
imperceptiblemente; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que de un
momento a otro exhalase el último suspiro.
No había bebido más que
un vaso de vino de la botella que tenía sobre la mesa. El libro de
Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de
Alberto y la desesperación de Carlota eran indescriptibles.
El
anciano administrador llegó, turbado y conmovido. Abrazó al moribundo,
bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en
reunírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca
del herido y demostrando hallarse poseídos del más intenso dolor. El de
más edad, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó del
cuello de su amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró. Hubo
que retirarle a la fuerza. A las doce del día falleció Werther.
La
presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo
desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las once, en el sitio
que había indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron formando
parte del fúnebre cortejo; Alberto no tuvo valor para tanto.
Durante algún tiempo, se temió por la vida de Carlota.
Werther fue conducido por jornaleros al lugar de la sepultura; no le acompañó ningún sacerdote.
(Johan Wolfgang GOETHE)
II. EL TEATRO
Fausto
Física, Metafísica, Derecho,
Medicina después, y Teología
también, ¡ay Dios!, por mi desgracia, todo,
todo lo escudriñé con ansia viva,
y hoy, ¡pobre loco de infeliz mollera!,
¿qué es lo que sé? Lo mismo que sabía
Doctor me llamo, dígome maestro,
y hace diez años ya que abajo, arriba,
acá y allá, y a diestra y a siniestra,
el escolar rebaño mi voz guía..
¡Sólo pude aprender que no sé nada,
y el alma en la Contienda está rendida!
Bachiller o doctor, seglar o preste,
nadie su ciencia iguala con la mía;
ni escrúpulo ni duda me atormentan;
ni demonio ni infierno me intimidan;
y así, de sombras y de espantos libre,
huyó todo el encanto de mi vida..
Al hombre inútil, para el bien estéril,
nada puedo enseñar que de algo sirva,
y sin caudal, ni crédito, ni honores,
vida arrastro que un can despreciaría.
Doyme a la Magia, pues, ioh, si pudiera
el vigor del Espíritu, que anima
el Verbo humano, la secreta clave
revelarme de todos los enigmas!
(Johan Wolfgang GOETHE)
III LA POESÍA
Canto de inocencia
EL ESCOLAR
Me gusta levantarme en las mañanas de verano,
cuando los pájaros cantan en los árboles;
cuando el cazador distante hace sonar su cuerno
y la alondra canta conmigo.
¡Ah, qué dulce compañía!
Pero ir a la escuela en las mañanas de verano
disipa toda alegría,
Mustios, sometidos a un ojo cruel,
los pequeñuelos pasan el día
entre suspiros y congojas.
¡Ah!, yo suelo sentarme y, dormitando,
pasar muchas horas de ansiedad.
No puedo hallar placer en un libro,
ni en sentarme en la casa de la sabiduría
calado hasta los huesos por la tediosa lluvia.
¿Cómo puede el pájaro, nacido para la dicha,
cantar encerrado en una jaula?
¿Cómo puede un niño, presa del miedo,
evitar que caigan sus tiernas alas
y olvidar su juvenil primavera?
¡Oh! Padre y madre, si los brotes son arrancados
y arrastrados por el viento los capullos,
y si las plantas tiernas son despojadas
de su alegría, en un día primaveral,
por el dolor y el desaliento,
¿cómo podrá el estío levantarse alegre?
¿cómo aparecerán los frutos del verano?
(William BLAKE)
Canto de experiencia
EL TIGRE
¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué lejanos abismos o en qué cielos
ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó coger ese fuego?
Y qué hombros, y qué arte
pudieron tejer la nervadura de tu corazón?
Y cuando tu corazón comenzó a latir,
¿qué mano terrible?, ¿qué terribles pies?,
¿ qué martillo?, ¿qué cadena?
¿en qué fragua se templó tu cerebro?
¿en qué yunque?¿Qué tremendas garras
osaron tus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas,
¿acaso sonrió al ver su obra?
¿Acaso quien creó el cordero te creó a ti?
¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
(William BLAKE)
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