La sombra del ciprés es alargada
Yo nací en
Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el
recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más
nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado
y retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi
carácter.
De mi
primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a los
diez años, en casa de don mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo perfectamente,
como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó a él...
Se iniciaba
ya el otoño. Los árboles de la ciudad comenzaban a acusar la ofensiva de la
estación. Por las calles había ojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba
del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la
última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en mi
cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera.
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MIGUEL DELIBES: La
sombra del ciprés es alargada. Barcelona, Destino, Destinolibro, vol 73,
1979, pág. 11.
CAMILO JOSÉ CELA
San Camilo, 1936
El sereno de la calle de Ayala se llama
Saturnino y es de Santiago de Sierra también en el concejo de Cangas de Narcea,
Saturnino acabó retirándose porque le dio el reuma que es la glosopeda de los
serenos, su enfermedad profesional, Saturnino siguiendo la huella de su
compañero Antonio Collar, cuando colgó el chuzo y traspasó el manojo de llaves
estuvo una temporada de taxista pero con el reuma también le molestaba para el
nuevo oficio se hizo sedentario, se casó con la hija de un ordenanza de la Casa de la Moneda y abrió una taberna
en el paseo de las Delicias, más tarde trasladó su industria a una calleja del
barrio de la Universidad,
por detrás de la calle de Noviciado, ¡Saturnino!, ¡va!, Saturnino, renqueante
como un viejo patache, no deja escapar ni una sola propina, algunos clientes de
Ayala 128, hasta dan dos pesetas, Saturnino es amigo tuyo y de Dámaso Rioja,
Saturnino es un hombre culto que lee Rocambole
de Ponson de Terrail y El conde de
Montecristo de Alejandro Dumas padre, esta casa es tan golfa como las otras
o peor, lo que pasa es que doña Valen va por el género fino y, claro, tiene que
guardar las formas, ¡si yo hablase!, diga que no puedo hablar porque en el
oficio tenemos que ser ciegos y sordos y mudos, ¡pero anda que si hablase! Paca
los días de corrida se gana un jornalito atizando el fuego y lavando platos en
algún puesto de gallinejas de las Ventas, las gallinejas bien calientes son
riquísimas y muy confortativas, los acompañantes de los entierros de segunda o
de tercera (los de primera no), cuando vuelven de dejar al pariente o al amigo
muerto en el camposanto también suelen comerse unas gallinejas en los
chiringuitos de las Ventas, ¡pobre Damián, cómo le gustaban las gallinejas!,
¿se acuerdas usted?, en fin, ¡descanse en paz!, Paca es obediente y huraña como
los perros de los pueblos, obediente a la fuerza y huraña a su pesar, Paca es
como un perro de pueblo, igual que esos perror mil leches que rondan el
matadero con el rabo entre piernas, el mirar huido y el espinazo listo para
recibir el palo del gañán que se aburre, (...).
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CAMILO JOSÉ CELA: San Camilo, 1936. Fragmento del Cap. I. Madrid, Alianza-Alfaguara,
1974, p. 37.
ARTURO PÉREZ-REVERTE
La piel del tambor
Los coches de caballos, pintados de negro
y amarillo, se alineaban a la espera de clientes bajo la sombra de los
naranjos. Apoyado en la pared de una tienda de recuerdos turísticos, el Potro
del Mantelete vigilaba la puerta del Arzobispado. Tenía las manos en los
bolsillos de la chaqueta de cuadros demasiado estrecha, abierta sobre un suéter
blanco de cuello de cisne que moldeaba sus pectorales enjutos y recios. Un
palillo se le movía rítmicamente de una a otra comisura de la boca, y entornaba
los ojos bajo las cejas surcadas de cicatrices con la mirada fija en el hueco
que enmarcaban las columnas gemelas del pórtico barroco. No lo pierdas de
vista, había ordenado don Ibrahim antes de meterse dentro de la tienda a mirar
postales y curiosear, porque los tres de plantón hacían demasiado bulto en la
acera. Como el Potro era hombre cabal, de confianza, y la espera se prolongaba,
don Ibrahim y la Niña
Puñales, después de repasar ante la mirada suspicaz del
tendero todos los expositores de postales y las vitrinas con camisetas,
abanicos, castañuelas y reproducciones en plástico de la Giralda y la Torre del Oro, decidieron
trasladarse al bar más cercano, en la otra esquina de la calle, donde la Niña debía de rondar ya la
quinta manzanilla. Así que el Potro, en ausencia de nuecas órdenes, no perdía
de vista la puerta. En la hora larga que el cura alto llevaba allí adentro,
aquél sólo había apartado la mirada dos veces: el tiempo empleado por una
pareja de guardias en pasarle por delante, una vez calle arriba y otra, al
regreso, calle abajo; momentos dedicados por el Potro a contemplarse
detenidamente las puntas de los zapatos. Cuatro cornadas, dos reenganches en la Legión y un cerebro que
funcionaba a piñón fijo, contuso por golpes y campanillazos de asalto en
asalto, imprimen carácter.
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ARTURO PÉREZ-REVERTE: La piel del tambor, Madrid, Alfaguara, 1995, págs. 145-146.