D. Siglo XVIII. NEOCLASICISMO. 2. Prosa.
B) José Cadalso: Cartas marruecas. “Carta VII”.
Texto:
Me acuerdo que yendo a Cádiz, donde se hallaba mi regimiento de guarnición, me extravié y me perdí en un monte. Iba anocheciendo, cuando me encontré con un caballero de hasta unos veintidós años, de buen porte y presencia. Llevaba un arrogante caballo, sus dos pistolas primorosas, calzón y ajustador de ante con muchas docenas de botones de plata, el pelo dentro de una redecilla blanca, capa de verano caída sobre el anca del caballo, sombrero blanco finísimo y pañuelo de seda morada al cuello. Nos saludamos, como era regular, y preguntándole por el camino de tal parte me respondió que estaba lejos de allí; que la noche ya estaba encima y dispuesta a tornar; que el monte no era seguro; que mi caballo estaba cansado, y que, en vista de todo esto, me aconsejaba y suplicaba que fuese con él a un cortijo de su abuelo, que estaba a media legua corta. Lo dijo todo con tanta franqueza y agasajo, y lo instó con tanto empeño, que acepté la oferta. La conversación cayó, según costumbre, sobre el tiempo y cosas semejantes; pero en ella manifestaba el mozo una luz natural clarísima con varias salidas de viveza y feliz penetración, lo cual, junto con una voz muy agradable y gesto muy proporcionado, mostraba en él todos los requisitos naturales de un perfecto orador; pero de los artificiales. esto es, de los que enseña el arte por medio del estudio, no se hallaba ni uno siquiera. Salimos ya del monte, cuando no pudiendo menos de notar lo hermoso de los árboles le pregunté si cortaban de aquella madera para construcción de navíos.
—¿Qué sé yo de eso?—me respondió con presteza. Para eso, mi tío el comendador. En todo el día no habla sino de navíos, brulotes, fragatas y galeras. ¡Válgame Dios, y qué pesado está el buen caballero! Poquitas veces hemos oído de su boca, algo trémula por sobra de años y falta de dientes, la batalla de Tolón, la toma de los navíos la Princesa y el Glorioso, la colocación de los navíos de Leso en Cartagena. Tengo la cabeza llena de almirantes holandeses e ingleses. Por cuanto hay en el mundo dejará de rezar todas las noches a San Telmo por los navegantes; y luego entra en un gran parladillo sobre los peligros de la mar, al que se sigue otro sobre la pérdida de toda una flota entera, no sé qué año, en que se escapó el buen señor nadando, y luego una digresión natural y bien traída sobre lo útil que es el saber nadar. Desde que tengo uso de razón no le he visto corresponderse por escrito sino con el marqués de la Victoria, ni le he conocido más pesadumbre que la que tuvo cuando supo la muerte de don Jorge Juan. El otro día estábamos muy descuidados comiendo, y al dar el reloj las tres, dio una gran palmada en la mesa, que hubo de romperla o romperse las manos, y dijo, no sin mucha cólera:—A esta hora fue cuando se llegó a nosotros, que íbamos en el navío la Princesa, el tercer navío inglés. Y a fe que era muy hermoso y de noventa cañones. ¡Y qué velero! De eso no he visto. Lo mandaba un señor oficial. Si no es por él, los otros dos no hubieran contado el lance. ¿Pero qué se ha de hacer? ¡Tantos a uno!—En esto le asaltó la gota que padece días ha, y que nos valió un poco de descanso, porque si no, tenía traza de irnos contando de uno en uno todos los lances de mar que ha habido en el mundo desde el arca de Noé.
Cesó por un rato el mozalbete la murmuración contra su tío, tan respetable según lo que él mismo contaba; y al entrar en un campo muy llano, con dos lugarcillos que se descubrían a corta distancia el uno del otro. —¡Bravo campo—dije yo—para disponer setenta mil hombres en batalla!—Con esas a mi primo el cadete de Guardias—respondió el señorito con igual desembarazo—, que sabe cuántas batallas se han dado desde que los ángeles buenos derrotaron a los malos. Y no es lo más esto, sino que sabe también las que se perdieron, por qué se perdieron y las que se ganaron, por qué se ganaron, y por qué se quedaron indecisas las que ni se perdieron ni ganaron.
Ya lleva gastados no sé cuántos doblones en instrumentos de matemáticas, y tiene un baúl lleno de unos que él llama planos, y son unas estampas feas que ni tienen caras ni cuerpos.
Procuré no hablarle más de ejército que de marina, y sólo le dije:—No sería lejos de aquí la batalla que se dio en tiempo de don Rodrigo, y fue tan costosa como nos dice la historia.—¡Historia!—dijo—. Me alegrara que estuviera aquí mi hermano el canónigo de Sevilla. Yo no la he aprendido, porque Dios me ha dado en él una biblioteca viva de todas las historias del mundo. Es mozo que sabe de qué color era el vestido que llevaba puesto el rey San Fernando cuando tomó a Sevilla.
Llegábamos ya cerca del cortijo, sin que el caballero me hubiese contestado a materia alguna de cuantas le toqué. Mi natural sinceridad me llevó a preguntarle cómo le habían educado, y me respondió:—A mi gusto, al de mi madre y al de mi abuelo, que era un señor muy anciano, que me quería como a las niñas de sus ojos. Murió de cerca de cien años de edad. Había sido capitán de Lanzas de Carlos II, en cuyo palacio se había criado. Mi padre bien quería que yo estudiase, pero tuvo poca vida y autoridad para conseguirlo. Murió sin tener el gusto de verme escribir. Ya me había buscado un ayo, y la cosa iba de veras, cuando cierto accidentillo lo descompuso todo.
—¿Cuáles fueron sus primeras lecciones?—le pregunté.—Ninguna—respondió el mocito—: en sabiendo leer un romance y tocar un polo, ¿para qué necesita más un caballero? Mi dómine bien quiso meterme en honduras; pero le fue muy mal y hubo de irle mucho peor. El caso fue que había yo ido con otros camaradas a un encierro. Súpolo el buen maestro y vino tras mí a oponerse a mi voluntad. Llegó precisamente a tiempo que los vaqueros me andaban enseñando cómo se toma la vara. No pudo su desgracia traerle a peor ocasión. A la segunda palabra que quiso hablar, le di un varazo tan divino en medio de los sentidos, que le abrí la cabeza en más cascos que una naranja; y gracias que me contuve, porque mi primer pensamiento fue ponerle una vara lo mismo que a un toro de diez años; pero, por primera vez, me contenté con lo dicho. Todos gritaban: ¡Viva el señorito!; y hasta el tío Gregorio, que es hombre de pocas palabras, exclamó: Lo ha hecho usía como un ángel del cielo.
Apoyo léxico: Ajustador, jubón, prenda ajustada al cuerpo. Agasajo, deseo de agradar. Don Rodrigo, el último rey godo, que el año 711, fue derrotado por los musulmanes en la batalla del río Guadalete. Ayo, hombre encargado en las casas principales de custodiar niños o de la educación de los jóvenes.
Cuestiones:
1. ¿Qué palabras emplea Cadalso para ridiculizar al caballerete?
2. ¿Qué partes observas en el texto?
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