GET-Viento triste. Primera parte (2014)

GET- Viento triste. Segunda parte (2014)

viernes, 12 de abril de 2013

Literatura Universal. Clasicismo-Ilustración-Prerrenacimiento-Siglos XVII-XVIII-Textos


8. CLASICISMO E ILUSTRACIÓN (Siglos XVII y XVIII)
I. EL TEATRO
Tartufo
ACTO III ESCENA PRIMERA
(Damis y Dorine)
DAMIS. - ¡Que me fulmine un rayo ahora mismo, que se me crea en todas partes el más grande de los bellacos, si existe algún respeto o poder que me detenga, y si no hago algún disparate!
DORINE. - Por favor, moderad este arrebato; vuestro padre se ha limitado a hablar de ello simplemente. No siempre se lleva a cabo lo que uno se propone, y del dicho al hecho hay un trecho.
DAMIS. - Es necesario que deshaga estos proyectos, y que le diga dos palabras a ese fatuo.
DORINE. - ¡Ah! En lo referente a él tanto como a vuestro padre dejad obrar a vuestra madrastra. Ella ejerce algún influjo sobre su ánimo; es complaciente con todo lo que ella le dice y podría ser que estuviera bien dispuesto a su favor. ¡Quiera Dios que sea así! Sería magnífico. En fin, vuestro propio interés le obliga a intervenir; quiere sondearle acerca del matrimonio que os preocupa, saber sus sentimientos y hacerle comprender las terribles luchas que podría provocar con sus actos, si espera algo de este proyecto. Su criado dice que reza, pero yo no he logrado verle. Pero este sirviente me ha dicho que bajará pronto. Salid, pues, os lo ruego, y dejadme escuchar.
DAMIS. - ¿Puedo estar presente en esta entrevista?
DORINE. - Imposible, han de estar solos.
DAMIS. - No diré nada.
DORINE. - Os estáis burlando; conozco vuestras tretas y la manera que tenéis de echarlo todo a perder. Salid.
DAMIS. - No; quiero verlo todo sin inmiscuirme en la conversación.
DORINE. - ¡Qué terco sois! Ya viene. Retiraos ahora mismo.

ESCENA SEGUNDA
(Tartufo, Laurent y Dorine)
TARTUFO (viendo a Dorine). - Laurent, aprieta el cilicio que llevo para mi disciplina y ruega que el Cielo nos ilumine siempre. Por si viene alguien a verme, di que voy con los pobres a repartirles limosnas.
DORINE. - ¡Cuánta afectación y fanfarronería!
TARTUFO. - ¿Qué quieres?
DORINE. - Deciros que ...
TARTUFO (saca un pañuelo del bolsillo). - ¡Ah! Dios mío, te lo ruego, antes de hablar, toma este pañuelo.
DORINE. - ¿Cómo?
TARTUFO. - Cúbrete el pecho, que no lo puedo ver; con cosas semejantes se ofende a las almas buenas y se las tienta.
DORINE. - ¿Sois muy propenso a la tentación y la carne impresiona mucho vuestros sentidos? Ciertamente, no sé a qué se debe este acaloramiento; yo no caigo tan fácilmente en la tentación y aunque os viera completamente desnudo, vuestro cuerpo no me tentaría en absoluto.
TARTUFO. - Habla con más recato o te dejaré con la palabra en la boca.
DORINE. - No, no, soy yo quien quiere dejaros descansar, y sólo voy a deciros dos palabras; la señora va a venir a esta habitación y quiere conversar con vos.
TARTUFO. - Accedo de muy buen grado.
DORINE (para sí). - ¡Cómo se suaviza! Cada vez estoy más segura de lo que pienso.
TARTUFO. - ¿Vendrá pronto?
DORINE. - Creo que ya la oigo. Sí, es ella; os dejo solos.
(Jean Baptiste Poquelin. MOLIÈRE)


II LA POESÍA
Los dos amigos y el oso


A dos amigos se aparece un Oso:
el uno, muy medroso,
en las ramas de un árbol se asegura,
el otro, abandonado a la ventura,
se finge muerto repentinamente.
El Oso se le acerca lentamente:
mas como este animal, según se cuenta,
de cadáveres nunca se alimenta,
sin ofenderlo lo registra y toca,
huélele las narices y la boca;
no le siente el aliento,
ni el menor movimiento;
y así, se fue diciendo sin recelo:
“Éste tan muerto está como mi abuelo.”
Entonces el cobarde,
de su grande amistad haciendo alarde,
del árbol se desprende muy ligero,
corre, llega y abraza al compañero,
pondera la fortuna
de haberle hallado sin lesión alguna,
y al fin le dice:
-Sepas que he notado
que el Oso te decía algún recado.
¿Qué pudo ser?
- Diréte lo que ha sido:
Estas dos palabritas al oído.-
Aparta tu amistad de la persona
que si te ve en el riesgo te abandona.

(Jean de LA FONTAINE)


III. LA NOVELA
Cándido
Capítulo I
DE CÓMO CÁNDIDO FUE EDUCADO EN UN HERMOSO CASTILLO, Y DE CÓMO SE LE ECHÓ DE AQUÉL
Había en Vestfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dado los más dulces hábitos. Su fisonomía anunciaba su alma. Tenía juicio bastante recto con alma muy simple; por ello, creo, le llamaban Cándido. Los criados viejos de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón, y de un buen y honrado hidalgo de la vecindad, con el cual esta señorita nunca quiso casarse porque no había podido probar más que sesenta y un cuartos: el resto de su árbol genealógico habíase perdido por estragos del tiempo.
Era el señor barón uno de los más poderosos señores de Vestfalia, pues su castillo tenía puertas y ventanas. Incluso la gran sala estaba adornada con un tapiz. Todos los perros de sus corrales componían una jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros eran los monteros; el vicario del pueblo, su capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor y le reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, se granjeaba con ello gran consideración, y hacía los honores de su casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era de tez encendida, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la buena fe de su edad y carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología. Demostraba admirablemente que no hay efecto sin causa y que, en este mundo, el mejor de los posibles, el castillo de monseñor barón era el más bello de los castillos, y la señora baronesa la mejor de las baronesas posibles.
-Está demostrado -decía- que las cosas no pueden ser de otra forma: pues teniendo todo un fin, todo es necesariamente para el mejor fin. Fijaos en que las narices se han hecho para llevar gafas; por ello tenemos gafas. Las piernas, a la vista está, se han instituido para ser calzadas, y llevamos calzas. Las piedras han sido formadas para ser talladas y hacer con ellas castillos; por ello tiene monseñor un castillo bellísimo: el mayor barón de la provincia debe ser el que mejor alojado esté; y los cerdos hechos para ser comidos: comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, los que han sostenido que todo está bien han dicho una necedad: había que decir que todo está óptimo.
Cándido escuchaba atentamente y creía todo a pies juntillas, porque encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque no se tomara nunca la libertad de decírselo. Concluía que, tras la dicha de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla a diario; y el cuarto, oír al maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de toda la tierra.
Un día, Cunegunda, al pasear cerca del castillo, en el bosquecillo al que llamaban parque, vio entre unas malezas al doctor Pangloss que daba una lección de física experimental a la doncella de su madre, morenita muy linda y muy dócil. Como la señorita Cunegunda era muy dispuesta para las ciencias, observó sin rechistar las experiencias reiteradas de las que fue testigo, vio con claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y se volvió sobresaltada, toda pensativa, toda llena del deseo de ser sabia, pensando que bien podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, el cual también podría ser la suya.
Se encontró con Cándido al volver al castillo y se sonrojó; Cándido también se sonrojó; le dio los buenos días con voz entrecortada y Cándido le habló sin saber lo que decía. Al día siguiente, después de cenar, al levantarse todos de la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo; Cándido lo recogió, le tomó inocentemente la mano y se la besó con una presteza, una sensibilidad y una gracia particular. El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biombo y, al ver esa causa y ese efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero. Cunegunda se desvaneció; en cuanto volvió en sí fue abofeteada por la señora baronesa; y todo el mundo quedó consternado en el más bello y más agradable de los castillos posibles.




Tras su expulsión del castillo, Cándido peregrina por numerosos países, en lo que sufre infinidad de calamidades: esclavitud, guerras, torturas, naufragios, terremotos... Y, en vez del mundo perfecto que su preceptor le pintó, sólo encuentra miseria, rapiña, violencia, crímenes y abusos. Especialmente dura es su visión de la guerra, de los políticos y de los creyentes, ya sean protestantes, católicos, judíos o musulmanes.

Capítulo III
DE CÓMO CÁNDIDO HUYÓ DE LOS BÚLGAROS Y DE LO QUE ACONTECIÓ
Nada había tan hermoso, ágil, brillante, tan bien dispuesto como aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores, cañones, formaban una armonía tal que nunca igual se vio en el infierno. Los cañones tumbaron primero a unos seis mil hombres de cada lado; luego la mosquetería sacó del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a nueve o diez mil bribones, aproximadamente. La bayoneta fue también razón suficiente para la muerte de algunos millares de hombres. El total bien podría ascender a unas quinientas mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.
Al fin, mientras los dos reyes mandaban cantar unos Te Deum, cada uno en su campo, resolvió ir a otro sitio a razonar sobre efectos y causas. Pasó por encima de montones de muertos y moribundos, antes de llegar a un pueblo vecino; estaba hecho ceni zas: era un pueblo ábaro que habían quemado los búlgaros, siguiendo las leyes del derecho público. Aquí, ancianos molidos a golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían a los hijos en sus pechos ensangrentados; allá, muchachas, destripadas tras ha­ber satisfecho las naturales necesidades de algunos héroes, exhalaban el último suspiro; otras, medio quemadas, gritaban que terminaran de darles muerte. Había sesos esparcidos por el suelo al lado de brazos y piernas cortados.
Cándido huyó apresuradamente a otro pueblo: pertenecía a los búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tradado igual. Cándido, sin dejar de caminar sobre miembros palpitantes, o a través de ruinas, llegó al fin fuera del escenario de la guerra, llevando escasas provisiones; pero como había oído decir que en aquel país todo el mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó de que le tratarían tan bien como lo habían tratado en el castillo del señor barón, antes de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios dignos personajes, todos los cuales le contestaron que si seguía ejerciendo aquel oficio lo encerrarían en un correccional para que escarmentara.
Acudió entonces a un hombre que había estado hablando sobre la caridad humana, una hora entera, en una gran asamblea. Este orador, mirándole de reojo, le dijo:
-¿A qué venís aquí? ¿Estáis por la buena causa?
-No hay efecto sin causa -contestó modestamente Cándido-. Todo está necesariamente encadenado y óptimamente solucionado. Ha sido necesario que me echaran de al lado de la señorita Cunegunda, que me baquetearan y que tenga que pedir mi pan hasta que pueda ganármelo; todo esto no podía ser de otra forma.
-Amigo-le preguntó el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
-No había escuchado nunca semejante cosa -contestó Cándido-; pero tanto si lo es como si no, a mí me falta el pan.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; anda, bribón; anda, miserable, no te acerques a mí en toda tu vida.
La mujer del orador, habiéndose asomado a la ventana, y avistando a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le vertió en la cabeza todo un... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos lleva en las damas el celo por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen anabatista, llamado Jacob, vio de qué forma cruel e ignominiosa se trataba a uno de sus hermanos, un bípedo sin plumas que tenía alma; lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines y quiso incluso enseñarle a trabajar en sus manufacturas de telas de Persia, que se fabrican en Holanda. Cándido, casi postrado ante él, exclamaba:
-Bien me había dicho el maestro Pangloss que todo es óptimo en este mundo, pues vuestra extrema generosidad me conmueve más que la dureza de aquel señor de manto negro y de su señora esposa.


En su largo peregrinar, Cándido reencuentra a Pangloss convertido en pordiosero, pero con su indestructible optimismo: y a Cunegunda, fea, vieja y repulsiva, a pesar de lo cual se casa con ella, más por haber empeñado su palabra que por amor. Y se lleva tras de sí al fiel criado Cacambo; a Martín, filósofo pesimista, y a una vieja criada, hija de un papa y una princesa, que ha soportado todas las desgracias posibles, Por fin, en Constantinopla, un sabio turco les descubre la clave de la vida.

Capítulo XXX
CONCLUSIÓN
Era muy natural imaginar que, tras tantos desastres, Cándido, casado con su amada y viviendo con el filósofo Pangloss, el filósofo Martín, el prudente Cacambo, y la vieja; habiéndose, por otra parte, traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, llevaría la vida más agradable del mundo, pero los judíos le estafaron tanto que sólo le quedó la granjita; su mujer, al estar cada día más fea, se hizo desabrida e insoportable; la vieja estaba inválida y tenía peor humor que Cunegunda. Cacambo, que trabajaba en el jardín y que iba a vender la verdura a Constantinopla, sobrecargado de trabajo y maldecía su suerte. Pangloss estaba desesperado por no brillar en ninguna universidad de Alemania. En cuanto a Martín, estaba firmemente convencido de que se está igual en todas partes; se tomaba las cosas con paciencia.
Cándido, Martín y Pangloss disputaban a veces sobre metafísica y moral. Había en los alrededores un derviche muy famoso que pasaba por ser el mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarle y Pangloss le dijo:
-Maestro, venimos a suplicaros nos digáis para qué ha sido creado ese extraño animal que llaman hombre.
-¿A ti qué te importa? -le contestó el derviche-. ¿Acaso es asunto tuyo?
-Pero, reverendo padre -dijo Cándido-, el mal se ha extendido horriblemente sobre la tierra.
-¿Qué puede importar -dijo el derviche- el bien o el mal? Cuando su alteza manda un barco hacia Egipto, ¿se ocupa acaso de si los ratones que van en él estarán o no a gusto?
-Entonces, ¿qué hay que hacer? -dijo Pangloss.
-Callarse -contestó el derviche.
-Me hubiera gustado -dijo Pangloss- conversar con vos acerca de los efectos y las causas, del mejor de los mundos posibles, del origen del mal, de la naturaleza (del alma y de la armonía preestablecida.
Al oír esto, el derviche les dio con la puerta en las narices.
Después de esta conversación corrió la noticia de que en Constantinopla acababan de ahorcar a dos visires de la banca y al muftí, y que muchos de sus amigos habían sido empalados. Esta catástrofe dio mucho que hablar en todas partes durante algunas horas. Pangloss, Cándido y Martín, al volver a su modesta granja, encontraron a un buen anciano que tomaba el fresco a la puerta de su casa, bajo la sombra de unos naranjos. Pangloss, que era tan curioso como razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí que acababan de estrangular.
-No tengo ni idea -contestó el buen hombre-. Nunca he sabido el nombre de ningún muftí ni de ningún visir. Ignoro por completo el suceso de que me habláis; presumo que, en general, los que se ocupan de asuntos públicos, perecen a veces miserablemente, y con razón; pero no me informo nunca de lo que pasa en Constantinopla; me contento con mandar llevar allí, para vender, la fruta del jardín que cultivo.
Dichas estas palabras, hizo entrar en su casa a los extranjeros; sus dos hijas y sus dos hijos les presentaron varios sorbetes que ellos mismos hacían, kainak adornado con corteza de cidra confitada, naranjas, limones, limas, piñas, pistachos, café de moka, y no mezcla del mal café de Batavia y de las islas. Tras lo cual, las dos hijas de aquel buen musulmán perfumaron la barba a Cándido, a Pangloss y a Martín.
-Debéis tener -dijo Cándido al turco- una extensa y magnífica tierra.
-Sólo tengo veinte arpendes, -respondió el turco-; los cultivo con mis hijos y el trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la indigencia.
Al volver a su granja, Cándido meditó profundamente sobre el discurso del turco y les dijo a Pangloss y a Martín:
-Me parece que este buen anciano se ha creado un estado mucho más preferible que el de los seis reyes con los que hemos tenido el honor de cenar.
-Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas, según el parecer de todos los filósofos. Sabéis...
-Lo que sé, en verdad -dijo Cándido-, es que tenemos que cultivar nuestro jardín.
-Tenéis razón -dijo Pangloss-; porque el hombre fue puesto en el jardín del Edén ut operaretur eum, para que trabajara; lo que prueba que el hombre no ha nacido para el ocio.
-Trabajemos sin razonar -dijo Martín-; es la única forma de hacer soportable la vida.
(Fraçois Marie Arouet.VOLTAIRE)



9 PRERROMANTICISMO
I. LA NOVELA

Werther
Werther, un joven apasionado y sentimental, abandona su ciudad para retirarse a una aldea, donde vive tranquilo, dedicado a la pintura y a la lectura, y en contacto con las gentes sencillas. Su felicidad se multiplica al conocer en un baile a Carlota, que ya está comprometida con Alberto. Aprovechando la ausencia de éste, Werther visita con frecuencia a la joven.
13 de julio
No, no me engaño; leo en sus ojos negros el verdadero interés que le inspiran mi persona y mi suerte. Conozco, y en esto debo creer a mi corazón, que ella... ¡Oh! ¿Podré y me atreveré a expresar en palabras la dicha celestial que siento? Conozco que me ama.
¡Soy amado!... Si vieras cómo me quiere ahora; si vieras... Te lo diré, porque tú sabrás comprenderme: si vieras lo mucho más que valgo a mis propios ojos desde que soy dueño de su amor! ¿Es esto presunción o sentimiento de nuestra relación verdadera? No conozco hombre alguno capaz de robarme el corazón de Carlota y, a pesar de ello, cuando ésta habla de su futuro esposo, con todo el calor, con todo el amor posible, me hallo como el desgraciado a quien despojan de todos sus títulos y honores, y le obligan a entregar su espada.

16 de julio
¡Ah! ¡Qué sensación tan grata inunda todas mis venas cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío. El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir estas insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su divino aliento se confunde con el mío, creo morir, como herido por el rayo, Guillermo, y este cielo, esta confianza, llego a atreverme... Tú me entiendes. No, mi corazón no está tan corrompido. Es débil, demasiado débil...Pero, ¿en esto no hay corrupción?
Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos se desvanecen en su presencia. Nunca sé lo que experimento cuando estoy a su lado: creo que mi alma se dilata por todos los nervios.
Hay una sonata que ella ejecuta en el clave con la expresión de un ángel: ¡tiene tal sencillez y tal encanto! Es su música favorita y le basta tocar su primera nota para alejar de mí zozobras, cuidados y aflicciones.
No me parece inverosímil nada de lo que se cuenta sobre la antigua magia de la música. ¡Cómo me esclaviza este canto sencillo! ¡Y cómo sabe ella ejecutarlo en aquellos instantes en que yo sepultaría contento una bala en mi cabeza!... Entonces, disipándose la turbación y las tinieblas de mi alma, respiro con más libertad.


Guillermo, el amigo al que Werther dirige sus cartas, le aconseja que, si Carlota le ama, procure casarse y, si no, se aleje de ella, pues su pasión por la joven puede serle funesta.  Regresa Alberto y en el alma de Werther, que se hace amigo suyo, comienza a entablarse una dura batalla entre la razón y los sentimientos.
30 de agosto
Desgraciado, ¿no estás loco? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Adónde te conducirá esta pasión indómita y sin objeto? No hago más oración que la que dirijo a ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya, y todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
Esto me procura algunas horas de felicidad, ¡hasta que tengo que separarme nuevamente de ella! ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con tanta frecuencia mi corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado, absorto en la contemplación de su figura, de sus movimientos, de la celestial expresión que pone en sus palabras, todos mis sentidos se excitan poco a poco, una sombra se extiende ante mi vista y mis oídos se embotan; siento que oprime mi garganta una mano homicida; mi corazón, con violentas palpitaciones, busca el aire que les falta a mis sentidos sofocados y no hace más que aumentar su turbación...
Guillermo, muchas veces no sé si estoy en este mundo. Y cuando no me agobia la tristeza y Carlota me concede el mísero consuelo de aliviar mi martirio, dejándome bañar su mano con mi llanto, necesito salir, necesito huir, y corro a ocultarme muy lejos, en los campos.  Gozo trepando por una montaña escarpada, abriéndome paso por entre un bosque impenetrable, por entre las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan. Entonces me encuentro un poco mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y de cansancio, sucumbo y me detengo en el camino; cuando en la profunda noche, brillando sobre mi cabeza la luna llena, me siento en el bosque solitario sobre un tronco retorcido, para dar algún descanso a mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la claridad crepuscular... ¡Oh! Guillermo!, el silencioso albergue de una celda, un sayal y el cilicio son los únicos consuelos a que aspira mi alma. Adiós. No veo para esta mísera existencia otro fin que el sepulcro.

3 de septiembre
Tengo que irme, Guillermo; te agradezco que hayas fijado mi resolución vacilante. Quince días hace que ando dándole vueltas a la idea de dejarla. Tengo que irme. Está de nuevo en la ciudad, en casa de una amiga; y Alberto..., y... Tengo que irme.


En un intento de enderezar su vida, Wertlier acepta el cargo de secretario de emba­jada en otra ciudad, la noticia de la boda de Carlota y Alberto acrecienta su desasosie­go. Deja el trabajo y marcha a su pueblo natal, donde revive los felices años de su infancia.  Pero sólo hay un objetivo en su vida-- acercarse a Carlota, por lo que vuelve junto a ella.  La proximidad, lejos de aplacar sus angustias, las aumenta.

12 de diciembre
Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe parecerse al de los desgraciados que antiguamente se creían poseídos del espíritu maligno.  No es el pesar; no es tampoco un deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre que me desgarra el pecho, me anuda la garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en que abunda esta estación enemiga.
Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim corrían desbordados y que la inundación era completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la media noche y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi, a la claridad de la luna, revolverse los torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después, la luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito..., venían a estrellarse a mis pies violentamente... Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme a él. Sí, arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay!, ¡qué desgraciado soy! No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males; mi hora no ha llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos se fijaron en el sitio donde había descansado con Carlota, bajo un sauce, después de un largo paseo! También allí había llegado la inundación y a duras penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa de Carlota, en sus prados... El torrente debía de haber arrancado también los pabellones de caza y destruido nuestros arbustos y setos. Un luminoso rayo del pasado brilló delante de mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge praderas, ganados o grandezas de la vida. Yo estaba allí, de pie..., ¡ah!, ¿es que falta valor para morir? Yo debía... Y, sin embargo, heme aquí como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va, de puerta en puerta, pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su miserable vida.


La narración de los últimos momentos de la vida de Werther corren a cargo del supuesto editor de la historia. Él cuenta el último intento de acercamiento a Carlota (escena del beso), su desesperación posterior y su suicidio. Suicidio que Werther prepara con todo detalle: pide a Carlota, con la excusa de un viaje, las pistolas de Alberto; se viste con el chaleco amarillo y la casaca azul que llevaba el día que la conoció, y deja sobre la mesa una botella de vino casi llena y un libro abierto.
Se arrojó a los pies de Carlota completa y espantosamente desesperado y, cogiéndole las manos, las oprimió contra sus ojos, contra su frente. Carlota sintió entonces el vago presentimiento de un siniestro propósito. Turbado su juicio, cogió, a su vez, las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Inclinose hacia él con ternura y sus abrasadas mejillas se tocaron. Él mundo desapareció para ellos; él la estrechó entre sus brazos, la apretó contra su pecho y cubrió de frenéticos besos los temblorosos labios de su amada, que balbucían palabras entrecortadas.
«¡Werther!», murmuraba ella con voz ahogada y desviándose; «¡Werther!», repetía, con suave movimiento trataba de alejarse. «¡Werther!», exclamó por tercera vez, ya con acento digno e imponente.
Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al suelo como un loco. Carlota se levantó y, completamente turbada, indecisa entre el amor y la cólera, le dijo: «Es la última vez, Werther; no volveréis a verme». Y lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de amor, corrió a la habitación inmediata y se encerró en ella.
Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza apoyada en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.
Al cabo de este tiempo, oyó ruido y volvió en sí. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a pasear por la habitación. Cuando volvió a quedarse solo, se aproximó a la puerta por donde había desaparecido Carlota y exclamó en voz baja: «¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera... ».
Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó de nuevo... Por último, se alejó de la puerta, gritando: “¡Adiós, Carlota..., adiós para siempre!».
Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido. A las seis de la mañana del siguiente día, entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su amo tendido en el suelo, bañado en sangre y con una pistola al lado. Le llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que todavía respiraba.
Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó llamar, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, llorando y sollozando, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de Alberto.
Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el suelo, sin salvación posible. El pulso latía aún, pero todos sus miembros estaban paralizados. La bala había entrado por encima del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo: la sangre corrió; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado delante de la mesa en que escribía, y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo.
La gente de la casa de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso: unas veces, casi imperceptiblemente; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que de un momento a otro exhalase el último suspiro.
No había bebido más que un vaso de vino de la botella que tenía sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran indescriptibles.
El anciano administrador llegó, turbado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en reunírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y demostrando hallarse poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó del cuello de su amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró. Hubo que retirarle a la fuerza. A las doce del día falleció Werther.
La presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las once, en el sitio que había indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del fúnebre cortejo; Alberto no tuvo valor para tanto.
Durante algún tiempo, se temió por la vida de Carlota.
Werther fue conducido por jornaleros al lugar de la sepultura; no le acompañó ningún sacerdote.
(Johan Wolfgang GOETHE)


II. EL TEATRO
Fausto

Física, Metafísica, Derecho,
Medicina después, y Teología
también, ¡ay Dios!, por mi desgracia, todo,
todo lo escudriñé con ansia viva,
y hoy, ¡pobre loco de infeliz mollera!,
¿qué es lo que sé? Lo mismo que sabía
Doctor me llamo, dígome maestro,
y hace diez años ya que abajo, arriba,
acá y allá, y a diestra y a siniestra,
el escolar rebaño mi voz guía..
¡Sólo pude aprender que no sé nada,
y el alma en la Contienda está rendida!

Bachiller o doctor, seglar o preste,
nadie su ciencia iguala con la mía;
ni escrúpulo ni duda me atormentan;
ni demonio ni infierno me intimidan;
y así, de sombras y de espantos libre,
huyó todo el encanto de mi vida..
Al hombre inútil, para el bien estéril,
nada puedo enseñar que de algo sirva,
y sin caudal, ni crédito, ni honores,
vida arrastro que un can despreciaría.
Doyme a la Magia, pues, ioh, si pudiera
el vigor del Espíritu, que anima
el Verbo humano, la secreta clave
revelarme de todos los enigmas!


(Johan Wolfgang GOETHE)



III LA POESÍA
Canto de inocencia
EL ESCOLAR

Me gusta levantarme en las mañanas de verano,
cuando los pájaros cantan en los árboles;
cuando el cazador distante hace sonar su cuerno
y la alondra canta conmigo.
¡Ah, qué dulce compañía!

Pero ir a la escuela en las mañanas de verano
disipa toda alegría,
Mustios, sometidos a un ojo cruel,
los pequeñuelos pasan el día
entre suspiros y congojas.

¡Ah!, yo suelo sentarme y, dormitando,
pasar muchas horas de ansiedad.
No puedo hallar placer en un libro,
ni en sentarme en la casa de la sabiduría
calado hasta los huesos por la tediosa lluvia.

¿Cómo puede el pájaro, nacido para la dicha,
cantar encerrado en una jaula?
¿Cómo puede un niño, presa del miedo,
evitar que caigan sus tiernas alas
y olvidar su juvenil primavera?

¡Oh! Padre y madre, si los brotes son arrancados
y arrastrados por el viento los capullos,
y si las plantas tiernas son despojadas
de su alegría, en un día primaveral,
por el dolor y el desaliento,

¿cómo podrá el estío levantarse alegre?
¿cómo aparecerán los frutos del verano?

(William BLAKE)


Canto de experiencia
EL TIGRE

¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?

¿En qué lejanos abismos o en qué cielos
ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó coger ese fuego?

Y qué hombros, y qué arte
pudieron tejer la nervadura de tu corazón?
Y cuando tu corazón comenzó a latir,
¿qué mano terrible?, ¿qué terribles pies?,

¿ qué martillo?, ¿qué cadena?
¿en qué fragua se templó tu cerebro?
¿en qué yunque?¿Qué tremendas garras
osaron tus mortales terrores dominar?

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas,
¿acaso sonrió al ver su obra?
¿Acaso quien creó el cordero te creó a ti?

¡Tigre! ¡Tigre! Ardiente resplandor
en las selvas de la noche,
¿qué mano inmortal o qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?

(William BLAKE)




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